* La reciente exhortación Laudate Deum, anunciada como segunda parte de la encíclica ecológica Laudato sì, suscita ciertas dudas que expongo a continuación.
Las dubia, como las sometidas recientemente al Papa por cinco cardenales sobre asuntos que conciernen al sínodo de la sinodalidad, son un procedimiento formal, previsto aunque excepcional, por el que se ruegan aclaraciones sobre un texto pontificio. Sus protagonistas suelen ser prelados, pero el propio Papa Francisco ha expresado en incontables ocasiones, y muy especialmente con el presente sínodo, su voluntad de que los laicos transmitamos nuestras preocupaciones y sugerencias, lo que me ha animado a exponer las presentes ‘dubia’.
Primum dubium.
Incluso si la teoría del cambio climático antropogénico se revela como no solo cierta, sino incluso como una catástrofe de proporciones apocalípticas para todo el planeta, ¿es competencia del Santo Padre? La misión estricta del sucesor de Pedro es, según las Escrituras y la Tradición, “confirmar en la fe a los hermanos” como custodio del Depósito de la Revelación. ¿Pertenece a la Revelación el Cambio Climático y sus consecuencias?
Una vez más, partamos de la hipótesis (más que discutible, como veremos más adelante) de que, en efecto, la actividad humana está contribuyendo a un dramático cambio en el clima planetario. ¿Qué autoridad tiene la cabeza de la Iglesia Católica para disertar sobre el mismo, urgiendo a adoptar ciertas medidas sobre las que no es un experto? Incluso el más fiel de los católicos, si acepta las premisas de esta teoría, prestará naturalmente más atención a los mensajes de investigadores de primera línea y autoridades científicas.
Porque una cosa es incidir desde la Cátedra de Pedro en la obligación de todos los hombres, no solo los cristianos, de cuidar la Creación -un aspecto de la teología moral sobre el que, en cualquier caso, ni el Evangelio ni los Padres han dedicado especial atención-, y otra muy distinta es abrazar una hipótesis científica concreta que no guarda relación alguna con la fe.
Y esto me lleva directamente a la segunda cuestión:
Secundum dubium.
En nuestra primera cuestión hemos partido, ex hypothesi, de que existe una certeza sobre la realidad de la teoría del cambio climático antropogénico. Pero eso está lejos de ser cierto. ¿Es prudente que el Santo Padre comprometa, como mínimo, el prestigio de la Sede Petrina, abrazando autoritativamente una hipótesis científica que bien podría revelarse errada en todo o en parte?
¿Tiene sentido dar la apariencia de un respaldo casi dogmático a un saber científico, por claro que aparezca a ojos humanos?
Antes de continuar conviene aclarar qué comporta la teoría del cambio climático antropogénico dominante ahora en el panorama internacional. Para no ser tachado de negacionista y arrojado a las tinieblas exteriores es necesario creer con fe cierta todas y cada una de las siguientes afirmaciones:
1. No basta afirmar que existe el cambio climático, que equivale a hablar del agua mojada o del fuego ardiente, porque la naturaleza del clima es el cambio. No: hay que creer en un cambio significativo y permanente del clima a escala planetaria, evidenciado sobre todo por un aumento de la temperatura media, mediante un mecanismo que implica el aumento de emisiones de determinados gases, muy especialmente el dióxido de carbono.
2. Asimismo hay que creer que este cambio de paradigma climático es debido a la actividad humana, muy especialmente a la actividad industrial.
3. Es también necesario creer que las consecuencias de este cambio son un mal sin mezcla de bien alguno. No es aceptable argumentar que el planeta ha vivido periodos bastante más cálidos que el actual, incluso en épocas históricas, y que las consecuencias han sido, en general, bastante positivas, como en el Óptimo Medieval, o que la tierra ha salido solo recientemente (en el siglo XIX) de una Pequeña Glaciación que ha durado siglos, por lo que podría considerarse, en forma impropia, que se está volviendo “a la normalidad”.
4. Por último, hay que creer que el fenómeno es reversible. Este último punto es de los más delicados, pero también de los más cruciales. Desde que se anunció este proceso, allá por los años ochenta del pasado siglo, se nos ha venido advirtiendo regularmente que nos quedaban X años para que no hubiera marcha atrás, pero en cada caso la fecha ha llegado, la catástrofe no se ha materializado y, como en las sectas milenaristas, los profetas han vuelto a atrasar la fecha del apocalipsis. La razón que aducen los negacionistas es que si alguna vez se declarara la irreversibilidad, las medidas draconianas que se nos quieren imponer no tendrían razón de ser.
Pero pese a que el Papa afirma que el consenso científico es casi absoluto, que los disidentes son una minoría ínfima y, sugiere, irrelevante, lo evidente es que ese no parece ser el caso.
La ciencia es un saber que avanza por confirmación física. Si las previsiones que se hacen a partir de una hipótesis no se cumplen, la hipótesis es falsa, al menos en alguna medida. Y muchas profecías se han incumplido; todas, de hecho.
Por otra parte, recientemente se hizo pública una declaración firmada por más de un millar de científicos asegurando que no estamos ante una emergencia climática. No hablamos de opinadores o aficionados: son investigadores de primera línea, y entre los firmantes figuran dos premios Nobel.
¿Pueden estar errados? Naturalmente. Pero eso no puede saberlo el Papa, que con esta exhortación se arriesga a comprometer el prestigio de la Sede Apostólica.
No está lejos en absoluto el repetido mensaje papal exhortando a la vacunación contra el covid, que declaró como un ‘deber moral’ y calificó de ‘acto de amor’. Las intenciones, incluso la lógica, de ese mensaje es impecable, pero solo si el tratamiento recomendado funcionaba exactamente como se anunció universal y repetidamente. No fue el caso. Los propios fabricantes confesaron que la ‘vacuna’ no pretendía detener la transmisión de la enfermedad -de hecho, no lo hacía-, negando así lo que la podía convertir teóricamente en un ‘acto de amor’. Por otra parte, aún es pronto para analizar todos los datos que van apareciendo sobre sus efectos secundarios en una minoría de sujetos, que quizá podrían hacerla poco aconsejable para una campaña universal.
Y, por último:
Tertium dubium.
La Iglesia vive objetivamente un momento de crisis y confusión. La crisis es perfectamente medible con parámetros usados para cualquier realidad humana: número de católicos en Occidente, apostasías, vocaciones sacerdotales y religiosas, práctica de los sacramentos, desacuerdos doctrinales. Se mida como se mida, todos los factores apuntan no solo a una reducción de la Iglesia, sino a su irrelevancia como ‘sal’ de las sociedades donde habitan los cristianos.
Por otra parte, los principios de nuestra fe están en continua y ruidosa discusión, y la palabra ‘cisma’ aparece cada vez más a menudo en boca de los comentaristas, e incluso del propio Santo Padre.
Así las cosas, ¿tiene sentido, en este panorama, que el Papa dedique dos documentos magisteriales al ‘cuidado de la casa (material) común’, ignorando aparentemente la angustia de tantas almas? Al fin, el objetivo último de toda la estructura eclesial, la razón de ser de cada uno de sus elementos, es la salvación de las almas, no la supervivencia del planeta.
Por Carlos Esteban.
Jueves 5 de octubre de 2023.
InfoVaticana.