* Al celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, suplicaste al Señor, con todas las veras de tu alma, que te concediera su gracia para «exaltar» la Cruz Santa en tus potencias y en tus sentidos… ¡Una vida nueva! Un resello: para dar firmeza a la autenticidad de tu embajada…, ¡todo tu ser en la Cruz! –Veremos, veremos. (Forja, 517)
La Cruz, ¡la Santa Cruz!, pesa.
–De una parte, mis pecados. De otra, la triste realidad de los sufrimientos de nuestra Madre la Iglesia; la apatía de tantos católicos que tienen un «querer sin querer»; la separación –por diversos motivos– de seres amados; las enfermedades y tribulaciones, ajenas y propias…
La Cruz, ¡la Santa Cruz!, pesa: «Fiat, adimpleatur…!» –¡Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas! Amén. Amén. (Forja, 769)
La Cruz no es la pena, ni el disgusto, ni la amargura… Es el madero santo donde triunfa Jesucristo…, y donde triunfamos nosotros, cuando recibimos con alegría y generosamente lo que Él nos envía. (Forja, 788)
¡Sacrificio, sacrificio! –Es verdad que seguir a Jesucristo –lo ha dicho Él– es llevar la Cruz. Pero no me gusta oír a las almas que aman al Señor hablar tanto de cruces y de renuncias: porque, cuando hay Amor, el sacrificio es gustoso –aunque cueste– y la cruz es la Santa Cruz.
–El alma que sabe amar y entregarse así, se colma de alegría y de paz. Entonces, ¿por qué insistir en «sacrificio», como buscando consuelo, si la Cruz de Cristo –que es tu vida– te hace feliz? (Surco, 249)
Por SAN JOSEMARÍA.