* Por obra del Espíritu Santo nace la Iglesia.
* Lo sabemos gracias al relato de San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso… y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2).
* Ahora es cuando se cumple plenamente la obra de Cristo, Salvador del mundo. La Encarnación del Hijo divino, el Evangelio, la muerte en la Cruz, la Resurrección, la Ascensión, hacen posible Pentecostés, cuando por obra del Espíritu Santo, nace la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo.
Por obra del Espíritu Santo es la Encarnación del Verbo divino en la entrañas benditas de la Virgen María. Así lo confesamos en el Credo. Y en la Encarnación es donde se inicia la plenitud de la salvación, la renovación total de la humanidad, en una segunda Creación. Por obra del Espíritu Santo.
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Por obra del Espíritu Santo volvemos a nacer los hombres, esta vez como hijos de Dios, «nacidos del agua y el Espíritu» (Jn 3,5). La santificación de los hombres realizada por Cristo, en la comunicación del Espíritu Santo, no va a ser solamente un nuevo camino moral al que se invita a un hombre que es meramente hombre. Es mucho más que eso. La santificación instaurada por la fe en Cristo consiste primariamente en una elevación ontológica:
Los cristianos somos realmente «hombres nuevos», «nuevas criaturas» (Ef 2,15; 2 Cor 5,17), «hombres celestiales» (1 Cor 15,45-46), «nacidos de Dios», «nacidos de lo alto», «nacidos del Espíritu» (Jn 1,13; 3,3-8). Es el nacimiento lo que da la naturaleza. Y nosotros, que nacimos una vez de otros hombres, y de ellos recibimos la naturaleza humana, después en Cristo y en la Iglesia, por el agua y el Espíritu, nacimos una segunda vez del Padre divino, y de él recibimos una participación en la naturaleza divina (1 Pe 1,4).
La santificación obrada por la gracia de Cristo no produce, pues, en el hombre un cambio accidental (como el hombre que por un golpe de fortuna se enriquece, pero sigue siendo el mismo), no es algo que afecte sólo al obrar (el bebedor que se hace sobrio), sino que es ante todo, por obra del Espíritu Santo, una transformación ontológica, que afecta al mismo ser del hombre, a su naturaleza.
El hombre viejo, el de la primera Creación, el del primer Adán, fue creado al comienzo del mundo: «formó Yavé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue el hombre ser animado» (Gén 2,7); es el terrenal, el que fracasó por el pecado. Y el hombre nuevo, el de la segunda Creación, el que viene del segundo Adán, es en la plenitud de los tiempos, por obra del Espíritu Santo hombre espiritual, gracias a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que repite aquella escena primera del Génesis: «Sopló sobre ellos y les dijo: “recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,22).
Si Cristo en su obra de salvación no hubiera llegado a la comunicación del Espíritu Santo en Pentecostés, de nada nos hubiera servido su Encarnación, su predicación del Evangelio, su muerte en la Cruz, su Resurrección y Ascensión al cielo. Seguiríamos siendo hombres terrenales, adámicos, pecadores. Es la comunicación del Espíritu Santo que Cristo hace desde el Padre lo que nos hace nacer de nuevo como hijos de Dios, como nuevas criaturas.
Dios «nos ha salvado en la fuente de la regeneración, renovándonos por el Espíritu Santo, que abundantemente derramó sobre nosotros por Jesucristo, nuestro Salvador» (Tit 3,5).
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Por obra del Espíritu Santo nace la Iglesia. Claramente lo sabemos, gracias al relato de San Lucas en los Hechos de los Apóstoles: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido del cielo, como el de un viento impetuoso… y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2). Ahora es cuando se cumple plenamente la obra de Cristo, Salvador del mundo. La Encarnación del Hijo divino, el Evangelio, la muerte en la Cruz, la Resurrección, la Ascensión, hacen posible Pentecostés, cuando por obra del Espíritu Santo, nace la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo.
El Espíritu Santo es el alma que vivifica, unifica y mueve a la Iglesia. Y hace su obra por íntimos movimientos de su gracia y también por la mediación de gracias externas.
1. Por el impulso suave y eficaz de su gracia interior el Espíritu Santo mueve el Cuerpo de Cristo y cada uno de sus miembros. Él produce día a día la fidelidad y fecundidad de los matrimonios. Él causa por su gracia la castidad de las vírgenes, la fortaleza de los mártires, la sabiduría de los doctores, la solicitud caritativa de los pastores, la fidelidad perseverante de los religiosos. Y Él es quien, en fin, produce la santidad de los santos, a quienes concede muchas veces hacer obras grandes, extraordinarias, como las de Cristo, y «aún mayores» (Jn 14,12).
2. Pero también es el Espíritu quien, por gracias externas, que a su vez implican y estimulan gracias internas, mueve a la Iglesia por los profetas y pastores que la conducen. En la Iglesia hay una gran diversidad de dones y carismas, de funciones y ministerios, pero «todas estas cosas las hace el único y mismo Espíritu» (1Cor 12,11). Aquel Espíritu, que antiguamente «habló por los profetas», es el que ilumina hoy en la Iglesia a los «apóstoles y profetas» (Ef 2,20). «Imponiéndoles Pablo las manos, descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y hablaban lenguas y profetizaban» (Hch 19,6-7; cf. 11,27-28; 13,1; 15,32; 21,4.9.11).
Es el Espíritu Santo quien elige, consagra y envía tanto a los profetas como a los pastores de la Iglesia, es decir, a aquellos que han de enseñar y conducir al pueblo cristiano (cf. Bernabé y Saulo, Hch 11,24;13,1-4; Timoteo, 1Tim 1,18; 4,14). Igualmente, los misioneros van «enviados por el Espíritu Santo» a un sitio o a otro (Hch 13,4; etc.), o al contrario, por el Espíritu Santo son disuadidos de ciertas misiones (16,6). Es Él quien «ha constituido obispos, para apacentar la Iglesia de Dios» (20,28). Y Él es también quien, por medio de los Concilios, orienta y rige a la Iglesia desde sus comienzos, como se vio en Jerusalén al principio: «el Espíritu Santo y nosotros mismos hemos decidido» (15,28)…
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Por obra del Espíritu Santo se realiza la Eucaristía, el gran Mysterium fidei que actualiza el sacrificio pascual de Cristo en la Cruz. En la invocación del Espíritu Santo (epiclesis) que en todas las Plegarias eucarísticas precede a la Consagración, se contempla la transubstanciación como obrada por el Espíritu Santo. Por obra del Espíritu Santo es la Encarnación del Hijo, y por obra del Espíritu Santo se hace presente Cristo en el pan y el vino consagrados:
«Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti [el pan y el vino], de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestror» (Pleg. euc. III). Y como la Eucaristía, todos los sacramentos santifican por obra del Espíritu Santo.
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Por obra del Espíritu Santo se produce la vida cristiana en todos sus aspectos. El Espíritu Santo es así el principio vital de una nueva humanidad. En efecto, Jesucristo, «el Señor, es Espíritu» (2Cor 3,17), y unido al Padre y al Espíritu Santo es para los hombres «Espíritu vivificante» (1Cor 15,45). Él habita en nosotros, y nosotros nos vamos configurando a su imagen «a medida que obra en nosotros el Espíritu del Señor» (3,18; cf, Gál 4,6). Por tanto, todas las dimensiones de la vida cristiana han de ser atribuidas a la acción del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo. En San Pablo se afirma todo esto con especial claridad:
–Es el Espíritu Santo el que nos hace hijos en el Hijo, es decir, Él es quien produce en nosotros la adopción filial divina (Rm 8,14-17).
–Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, el que nos mueve internamente a toda obra buena (Rm 8,14; 1Cor 12,6).
–Es el Espíritu Santo –el agua, el fuego– quien nos purifica del pecado (Tit 3,5-7; cf. Mt 3,11; Jn 3,5-9).
–Es él quien enciende en nosotros la lucidez de la fe (1Cor 2,10-16). «Nadie puede decir “Jesús es el Señor” sino en el Espíritu Santo» (12,3).
–El levanta nuestros corazones a la esperanza (Rm 15,13).
–Si nosotros podemos amar al Padre y a los hombres como Cristo los amó, eso es porque «la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5).
–El Espíritu Santo es quien llena de gozo y alegría nuestras almas (Rm 14,17; Gál 5,22; 1 Tes 1,6).
–El nos da fuerza apostólica para testimoniar a Cristo y fecundidad espiritual: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaría y hasta los extremos de la tierra» (Hch 1,8). Por eso la fuerza para evangelizar «no es sólo en palabras, sino en poder y en el Espíritu Santo» (1,5).
–El es quien nos concede ser libres del mundo que nos rodea (2Cor 3,17).
–El hace posible en nosotros la oración, pues viene en ayuda de nuestra total impotencia y ora en nosotros con palabras inefables (Rm 8,15. 26-27; Ef 5,18-19).
En suma, según San Pablo, toda la «espiritualidad» cristiana es la vida sobrenatural que el Espíritu Santo, inhabitando en los hombres, produce en nosotros. Y por eso afirma el Apóstol: «vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que de verdad el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8,9; cf. 10-16; Gál 5,25; 6,8).
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Pidamos siempre a Dios el Espíritu Santo, pues es el Don del Padre y del Hijo, el Don supremo del que proceden para nosotros todos los dones y gracias. Pidiendo el Espíritu Santo, estamos pidiendo todos los dones naturales y sobrenaturales que Dios ha de comunicarnos.
Pidamos también los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan el ejercicio de las virtudes, facilitando en todas nuestras acciones su prontitud y seguridad en la verdad y el bien. Es entonces cuando nuestras acciones vienen a ser realizadas ya al modo divino, con la máxima facilidad, perfección y mérito. Pero los dones del Espíritu Santo no pueden ser adquiridos: son dones que han de ser pedidos una y otra vez con toda confianza al Padre celestial, por Jesucristo nuestro Señor, pues como Él dice, «si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13).
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con Espíritu firme» (Sal 50,12).
Por José María Iraburu, sacerdote.
InfoCatólica.