La iluminación en los días de oscuridad: contemplando a María

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Se ha relajado tanto nuestra vida que flota en el aire un ambiente libertino, irreverente y relativista que termina por alcanzarnos. No solo se nota en la cuestión moral, por la conducta tan relajada, insolente y desinhibida que adoptamos, de acuerdo a las modas y corrientes actuales, sino también en la cuestión espiritual.

         Este ambiente ha terminado por repercutir en nuestra vida espiritual ya que hemos venido perdiendo la fortaleza, la perseverancia y el ánimo para aceptar la dinámica de la vida y procurar sobreponernos a las dificultades que se enfrentan.

         Situaciones menores llegan a quitarnos la paz y provocan que reaccionemos de manera descompuesta. Los reveses de la vida, las situaciones inesperadas y la misma condición humana, cuando no es reconocida y asumida, nos llevan a reaccionar de manera visceral y caprichosa.

         La falta de responsabilidad, disciplina y seriedad nos llevan a banalizar la realidad y a reaccionar de manera frágil contra los adversidades, incomodidades y sufrimientos que hay en la vida. Por eso, hay autores que señalan que formamos parte de una sociedad líquida, de una sociedad light, de una sociedad débil que no sabe enfrentar y superar las experiencias difíciles.

Nos rompemos fácilmente y al probar la frustración dejamos de luchar y abandonamos nuestros ideales. Eso mismo nos lleva a buscar propuestas pseudorreligiosas a modo, donde no esté la cruz y donde nos ilusionan con la promesa de dejar de sufrir.

         Si a nivel espiritual no sabemos reaccionar con fe y madurez delante de las cosas ordinarias, qué será cuando nos toque enfrentar situaciones extraordinarias. Si delante de las contrariedades que forman parte de la vida no sabemos sobreponernos, cómo será nuestra reacción o desenlace cuando enfrentemos injusticias y situaciones mayores.

         Los apóstoles experimentaban un sufrimiento mayor no sólo porque les habían matado a su Maestro, sino porque ellos mismos lo habían abandonado, habían reaccionado con cobardía, negándolo y huyendo para salvar su propia vida. ¡Qué dolor tan grande cuando cayeron en la cuenta que se deslindaron de él, que lo desconocieron públicamente! De qué tamaño era el miedo que no solo temían a las autoridades, sino que Pedro lo negó delante de una persona del pueblo.

         Ante esta pena que embargaba su alma y delante de la orfandad que experimentaban encontraron en María a una madre. Se refugiaron con ella para sentir el consuelo, pero también para no perder la fe en medio de la oscuridad que estaban pasando.

Esa era la situación de los apóstoles, por lo que hubo un momento en que toda la Iglesia fue María. Ella fue la única que se mantuvo fiel en aquel sábado doloroso, silencioso y tenso a la espera de la resurrección; María fue la única que creyó, la única que mantuvo intacto el sueño de Jesús.

         Si el dolor por la pérdida de Jesús era muy grande, también los hacía sufrir y les quitaba la paz la amenaza que existía de que terminaran como el maestro. Por eso, estaban encerrados en el cenáculo, escondiéndose de sus acusadores, pero también recargándose en María, para nunca perder la fe.

         Delante de estos sufrimientos mayores para los que quizá hemos perdido la capacidad de respuesta por la frivolidad a la que nos acostumbra la cultura actual, hace falta destacar la iluminación que nos viene de estos días de oscuridad. ¿Cómo enfrentar los momentos de sufrimiento?

         En primer lugar, ante los sufrimientos que llegan a nuestra vida, como el viernes santo, estamos llamados a esperar, a no precipitarnos: esperar tres días para que venga la luz, para que llegue Jesús y resucite también nuestra fe.

         En segundo lugar, nos toca sumergirnos en la oscuridad del viernes santo y entrar en el umbral de la muerte, sin olvidarnos que Jesús ha vivido estas experiencias antes que nosotros, ha pasado antes que nosotros por la oscuridad más grande, por lo que nunca nos abandonará en nuestras tribulaciones.

En tercer lugar, en la experiencia del dolor nos gana muchas veces la ansiedad y la desesperación que vienen potenciadas por la cultura predominante donde van desapareciendo el esfuerzo y el sacrificio. Sin embargo, siempre hay mucho por hacer, como las mujeres que acompañaron a María, de acuerdo a la reflexión del papa Francisco:

         «Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura. Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. (…) Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del “primer día de la semana”, día que cambiaría la historia».

         Finalmente, nos toca imitar a Jesús que a pesar del sufrimiento más grande no deja de vivir todo en la presencia de Dios y por eso se encomienda al Padre. En el Huerto de Getsemaní aprendimos que cuando más se sufre más se ora. Así lo dice el evangelio: “Entre más sufría, más hacía oración”.

         En nuestro caso llega la desesperación e incluso muchas veces la murmuración: ¿por qué me pasa esto a mí? ¿por qué Dios lo permite? ¿dónde está Dios? Por muy injustas, trágicas y dolorosas que sean las situaciones que enfrentemos, no dejar de vivirlas en la presencia de Dios.

         Tenemos que imitar a Jesús y encomendarnos a Dios que no nos abandona. Encomendarse a Dios cuando incluso no lo sentimos es verdaderamente un acto de fe. Yo me encomiendo. No sé: no sé por qué sucede esto, pero yo me encomiendo. Tú, Señor, sabrás por qué. Por eso: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.

         En los momentos difíciles aprendamos a esperar pacientes como María en silencio reverencial, conservando la Palabra de Dios en lo profundo del corazón para que nos sostenga y nos mantenga en la fidelidad.

De manera personal podemos decir esta plegaria: “Que, a ejemplo de María, en el momento del dolor, profundice en la ausencia de Jesús; que, pese al dolor, la soledad y la tristeza, llene siempre mi corazón de esperanza. Que lo conserve todo en el corazón. Que aprenda a esperar los tiempos de Dios. Que me mantenga siempre firme al pie de la cruz, pese a las contrariedades que se me presenten. Que no resquebraje mi fe porque las promesas de Dios siempre se cumplen. Que recuerde que la vida sin Jesús es una vida vacía”.

Y que sorteando todos los peligros seamos como esas personas que se mantuvieron al pie de la cruz, como dice San Josemaría Escrivá: «José de Arimatea y Nicodemo, en la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio… entonces dan la cara (…). Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor… lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones… lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar».

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