* Cómo y por qué José de Arimatea acudió a Pilatos para obtener el cuerpo del Señor.
* La relación entre la Sábana Santa y la celebración de la Misa. El anuncio a los justos del Limbo.
* El motivo de la tumba vacía y la piedra rodada sobre la puerta del sepulcro. Todo anuncia ya la gloria del Resucitado.
Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también se había hecho discípulo de Jesús. Se presentó a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilatos ordenó que se lo entregaran. José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana blanca y lo depositó en su nuevo sepulcro, que había hecho excavar en la roca; luego hizo rodar una gran piedra sobre la puerta del sepulcro y se marchó (Mt 27,57-60).
Se acercaba la tarde, pero aún no había llegado, y era necesario que [Jesús] fuera sepultado antes de la noche, cuando comenzaba el sábado (en el que tenían que descansar).
Un cierto hombre rico: Porque un hombre pobre no habría tenido el valor de hacer semejante petición, dice san Jerónimo.
Llamado José. Cristo vino al mundo con José, el prometido de la Virgen, y fue enterrado por otro José. José significa “aumentado”, es decir, por la gracia de Dios. Porque así como el patriarca José abundaba en castidad y afecto por su padre, así José, el esposo de la Virgen, sobresalía en castidad; y este José, de nuevo, era eminente por su tierno amor a Cristo, su padre espiritual, ya muerto. Marcos lo llama noble consejero (βουλευτής). Se supone que fue consejero en Jerusalén, pues allí vivió e hizo su sepultura. Maldonado supone que participó en el Concilio sobre el prendimiento y muerte de Cristo, pero discrepó con los demás, ya que también era discípulo de Jesús y, por tanto, deseaba realizar los últimos oficios para su Maestro.
Se presentó a Pilatos. “Fue con valentía, dice san Marcos, pues aunque, por miedo a los judíos, era discípulo secreto, emprendió sin temor tan difícil tarea, pues estaba a la vez fortalecido por Cristo e impulsado por la Santísima Virgen”. “De aquí se desprende -dice Víctor de Antioquía- su gran resolución y audacia, pues casi sacrificó su vida por amor a Cristo, atrayendo sobre sí las sospechas de sus enemigos, los judíos”; y san Juan Crisóstomo: “Es muy de admirar la audacia de José, cuando por amor a Cristo incurrió en el peligro de muerte y se expuso al odio general”. San Lucas y san Marcos dicen que “también él esperaba el Reino de Dios”. Esperaba, es decir, a través de Cristo, el amor celestial y por eso se arriesgó al peligro por amor a Él.
Y pidió el cuerpo de Jesús. San Anselmo dice que la Santísima Virgen le reveló que José de Arimatea dio esta razón, entre otras, para su petición: que ella, Su Madre, estaba muriendo de dolor por su único Hijo y que no era razonable que la inocente Madre muriera al igual que el Hijo; sino que sería un consuelo para ella enterrarlo. Por eso le concedió este favor, a pesar de su aflicción. Es probable, además, que afirmara la santidad e inocencia de Jesús, que Pilatos conocía bien, por lo que su cuerpo no tenía que ser arrojado con los de los criminales en el Valle de los Cadáveres, adyacente al Gólgota, sino que era digno de honrosa sepultura, sepultura que él estaba dispuesto a proporcionarle…
Por lo tanto, habiendo escuchado y aprobado las razones de José, Pilatos ordenó que se le entregara el cuerpo. También para darle de esta manera una compensación por haberlo condenado a muerte y aliviar también su propia conducta dándole honrosa sepultura, como si lo hubiera condenado por coacción…
San Marcos añade: “Se extrañó Pilato de que ya estuviese muerto”, porque los ladrones aún no habían muerto y también porque, dice Eutimio, esperaba que Jesús muriera lentamente, siendo un Hombre Divino, superando con mucho a los demás en resistencia. “Informado por el centurión, concedió el cuerpo a José” (cf. Mc 15, 44-45).
Y cuando José hubo tomado el cuerpo, lo envolvió en una sábana de lino limpia. Dicha tela era adecuada para el cuerpo purísimo [de Jesús]. La Sábana Santa es una tela tejida con el lino más fino y delicado, llamada así por Sidón, donde se fabricó por primera vez. Los judíos envolvían en ella los cadáveres, les ataban las manos y los pies con vendas y el rostro con un sudario (Juan 11,44). Esto es lo que hizo José con Cristo (Juan 19,40). San Jerónimo, teniendo en cuenta todo esto, condena los funerales fastuosos de los ricos y añade: “Pero podemos darle un significado, en sentido espiritual, que quien recibe a Jesús con una mente pura lo envuelve en un paño de lino limpio”.
Por eso el cuerpo de Cristo en la Misa sólo se coloca en un paño de lino muy limpio y fino. Este se llama corporal, por el Cuerpo de Cristo que contiene en su interior, como en un sepulcro. San Juan añade que Nicodemo trajo mirra y áloes para ungir y perfumar el cuerpo (Jn 19,39) y evitar que se pudriera.
Místicamente: Eutimio desea que, cuando recibamos el cuerpo de Cristo en nuestro seno, nuestro perfume sea el de dichos ungüentos, como en un sepulcro nuevo. “Nosotros también, dice, cuando recibimos el Cuerpo de Cristo en el altar, lo ungimos con dulces olores, es decir, mediante actos virtuosos y contemplación…”.
Y lo depositó en su sepulcro nuevo, que había cavado en la roca. San Juan añade (19,41) que estaba en un jardín. Era “un sepulcro nuevo”, por miedo a que cualquier otro que estuviera enterrado allí pudiera suponer (dice san Crisóstomo) o pretender (san Jerónimo) que había resucitado. San Agustín dice místicamente: como nadie antes ni después de Él fue concebido en el seno de la Virgen, así nadie antes ni después de Él fue enterrado en este sepulcro.
En la roca. “Porque si [el sepulcro] hubiera sido construido con muchas piedras y los cimientos se hubieran derrumbado, podría decirse que el cuerpo había sido arrastrado”, dice san Jerónimo. Bede, en Marcos 15, describe perfectamente su forma, “tan alta que un hombre apenas podía tocar su parte superior. Su entrada estaba al este. Al norte estaba el lugar donde yacía el Señor, elevado sobre el resto del suelo y abierto hacia el sur”. Adricomio también lo describe y añade “que José cedió su sepulcro a Cristo, que fue así enterrado en la tumba de un extraño”.
“Aquel que no tuvo casa propia cuando vivía”, dice Teofilacto, “no tiene tumba propia, sino que es colocado en la tumba de otro, y estando desnudo es vestido por José”. “Es sepultado”, dice san Agustín, “en la tumba de otro, porque murió por la salvación de los demás. ¿Por qué habría de necesitar una tumba propia, si no tenía en sí mismo una verdadera causa de muerte? ¿Por qué habría de necesitar una tumba en la tierra, si su sede estaba para siempre en el cielo? […]”.
Anagógicamente: Cristo indicaba así cómo Él y los suyos eran extranjeros en la tierra y que el Paraíso era su verdadera patria. San Antonio, san Efrén, san Francisco y otros prefirieron ser enterrados en tumba ajena y no en la propia, siguiendo el modelo de Cristo. Aquí, por tanto, se cumplía la profecía de Isaías (11,10): “Y su tumba será gloriosa”. De ahí también la costumbre de peregrinar a Jerusalén durante tantos siglos. De ahí la erección por parte de santa Elena de la iglesia del Santo Sepulcro, con su esplendor sin igual, que encierra también bajo un mismo techo el lugar de la crucifixión, de la resurrección. De ahí el deseo de Godofredo de Bouillon, y de otros reyes después de él, de ser enterrados en el mismo lugar y también el establecimiento de una orden caballeresca.
Por último, esa tumba estaba en un jardín, porque Adán había pecado en un jardín. Así también Cristo comenzó su Pasión en un jardín y la completó siendo enterrado en un jardín. Y esto, también, para expiar la sentencia pronunciada sobre Adán; y, además, para formar y plantar un hermoso jardín, floreciente con las flores y los frutos de todas las virtudes, es decir, Su Iglesia. Obsérvese aquí cómo el cuerpo de Cristo fue depositado en la tumba, como en la Cruz, con la cabeza y el rostro vueltos hacia el este y hacia el oeste. Así también Beda y Adricomio.
Observa:
Cristo, tan pronto como expiró, descendió con su alma al Limbus Patrum y regocijó a los patriarcas manifestándose a sí mismo y a su Divinidad.
También liberó a las almas del Purgatorio y les concedió el primer jubileo general.
También les manifestó Su Divinidad y las hizo bienaventuradas (cf. 1 Pe 3,19).
También condenó a los demonios y a los malvados al castigo perpetuo en el Infierno, como su Señor, su Juez y su Vencedor triunfante.
El alma de Cristo permaneció allí hasta el tercer día, cuando salió con los Patriarcas y otros santos, tomó su cuerpo y resucitó con gloria. Luego hizo que los Patriarcas tomaran sus cuerpos y los resucitó junto con Él. El orden, modo y tiempo en que sucedieron estas cosas se menciona al principio del cap. XXVIII. Obsérvese que la Divinidad de Cristo, la Persona Divina del Verbo, permaneció siempre hipostáticamente unida tanto a Su cuerpo en la tumba como a Su alma en el Limbo.
Y Él hizo rodar (ayudado por sus siervos y Nicodemo) una gran piedra a la puerta del sepulcro. Que nadie se pueda llevarse el cuerpo; o, mejor dicho, la Sabiduría Divina así lo ordenó, para que los judíos, después de la resurrección, no negaran el hecho y afirmaran que los Apóstoles, al robar el cuerpo, habían inventado audazmente la historia. Y por la misma razón Dios quiso que Su cuerpo fuera sepultado por aquellos, como José y Nicodemo, que eran dignos de crédito, y que fuera sellado y custodiado por los judíos, para que de esta manera Su Muerte y posterior Resurrección fueran claramente conocidas por todos. Ahora bien, el cuerpo del Señor, mientras permaneció en el sepulcro, dio efectivamente una indicación y un preludio (por así decirlo) de Su resurrección, permaneciendo incorrupto durante tres días; siendo en verdad un cuerpo virgen y santo, moldeado por el Espíritu Santo y, como tal, siendo una morada para siempre.
exégesis del jesuita Cornelio a Lapide (1567-1637), tomada de su Comentario a la Pasión según el Evangelio de San Mateo–
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