Nuestros tiempos nos han llevado a no estar más inmersos en ese universo simbólico que el cristianismo creó en nuestras vidas, dándole valor y sentido. Pocos momentos fueron tan llenos de profundo significado como los vividos durante la Semana Santa, en el sagrado triduo. Aquí nos encontramos ante el desconcierto de la muerte más emblemática de la historia, la de Nuestro Señor.
Si el cristianismo, como afirman algunos autores modernos, es una invención de los seguidores de Jesús decepcionados por la aparente derrota de Aquel a quien consideraban el Mesías, ¿por qué no transmitieron otra versión de los hechos? Pudieron haber dicho que antes de la resurrección en realidad no había muerto, sino que había entrado en un estado de quietud o algo así.
Pero no, en los Evangelios se dice que entregó el espíritu, que murió y fue sepultado.
¡Cuánto no les convenía decir estas cosas! Pero no pudieron evitarlo, porque eran reales. Y la muerte del Señor sólo puede recordarnos esa cita a la que todos estamos llamados y en la que, a pesar de nuestros esfuerzos, probablemente nos presentaremos todavía preñados de pecados de los que no podemos desprendernos.
Seremos como los dos ladrones, tendremos que elegir entre burlarnos del Señor o poner en Él nuestra última esperanza.
Cuando adoramos la cruz el Viernes Santo, recordamos que también nosotros tendremos nuestra cruz, enfermedad, sufrimientos del cuerpo y del espíritu.
Al lado está Jesús que sufre con nosotros, llora con nosotros, llora con nosotros. En el hermoso himno Crux fidelis, la madera y los clavos de la cruz se llaman “dulces”. ¿Dulces? Por supuesto que es difícil pensar en tal cosa, cuando tenemos la experiencia del sufrimiento no hay buenas palabras para lo que nos hace sufrir.
Sólo sumergiéndonos en la oscuridad del Viernes Santo y muriendo con el Señor podemos esperar resucitar con Él. Sólo aceptando el desconcierto podemos esperar encontrarnos y ser partícipes de una realidad por encima de la historia.
Por Aurelio Porfiri.
ROMA, Italia.
Stilumcuriae.
