El sábado 4 de marzo pasado, el arzobispo platense pronunció una homilía en una parroquia de periferia de la arquidiócesis, en la Misa que se celebró en la misma para recibir al nuevo párroco designado, que reemplaza a los miembros del Movimiento Miles Christi, hasta entonces a cargo de la parroquia y del colegio adjunto a ésta.
En esa homilía, monseñor Fernández definió con toda claridad la “visión” eclesiológica que hoy anima a la Jerarquía eclesiástica, urbe et orbi, la cual concibe a la Iglesia más como una clínica de autoayuda o de atención psicológica, que como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, que hasta ahora -y para siempre- ha constituido su esencia inmortal e imperecedera, al haber sido fundada por el mismo Jesucristo Nuestro Señor.
Una de las virtudes que tiene el actual arzobispo de la arquidiócesis de La Plata (Argentina), monseñor Víctor Manuel Fernández -al ser posiblemente el prelado de mayor y máxima confianza del papa Bergoglio-, es que brinda la certeza que sus palabras expresan con toda claridad las posturas y definiciones del actual inquilino de la Santa Sede afirma en forma sutil o solapada. No hay ninguna duda que lo que aquél dice no sólo tiene el aval del pontífice, sino que está en perfecta sintonía con él: él mismo se encarga de explicitarlo.
Al comienzo de su homilía, monseñor Fernández afirma que la Iglesia local o particular, que es la diócesis -conducida por un sucesor de los apóstoles-, no es menos que la Iglesia universal, ya que ella es plenamente Iglesia católica, en base a la cual se constituye la Iglesia católica una y única. Y afirma a posteriori que la realidad de la Iglesia local se manifiesta expresamente en la celebración de la Misa.
Siguiendo esta argumentación, sostiene que la obligación de los sacerdotes en cada parroquia en la arquidiócesis es “acercar a todos los que están alejados”, para que en la parroquia “se exprese la misma diversidad que hay en la Iglesia universal, con todo tipo de carismas y ministerios diversos”, para lo cual -siguiendo orientaciones del actual Papa- las puertas “deben estar abiertas para que entren todos. Y todos significa todos: gays, transexuales, personas llenas de dudas de fe, parejas en segunda unión, personas que no están convencidas de todo lo que la Iglesia dice, incluso ex presidiarios que quizás hayan matado a alguien, adictos”. Y remata esta orientación diciendo que “la Iglesia no quiere ser una secta y por lo tanto tiene que tener un lugar para todos”.
- En primer lugar, llama la atención que en estos lineamientos no se mencione para nada a los católicos.
- En segundo lugar, más llamativo es que de hecho asocia la homosexualidad, al transexualismo, las dudas de fe, la adicción a las drogas y el asesinato, etc., como ministerios y carismas diversos, ya que en definitiva es de los únicos que habla, silenciando los auténticos carismas y ministerios tradicionales.
- Y en tercer lugar, dice que “la Iglesia no quiere ser una secta, tiene que tener un lugar para todos”, pero líneas más adelante dice que los católicos que quieren celebrar la Misa Tradicional en Latín no pueden hacerlo en cualquier parroquia, sino que tienen una especial para ellos, aparte.
¿Por qué no se puede celebrarla en todas las parroquias, cuál es el mal que produce la Misa en latín?
¿Es que los católicos tradicionalistas son leprosos, pueden contagiar al resto de la comunidad parroquial?
O quizás sea el miedo que la celebración extraordinaria de la Misa cautive y guste, como está sucediendo en varias diócesis, argentinas y extranjeras.
Como si esto fuera poco, don Víctor dice a continuación que quien no acepte estos lineamientos inclusivos no puede ser catequista ni dirigente. Que se sepa, hasta ahora, para enseñar catequesis en la Iglesia universal era fundamental cree en las verdades doctrinales resumidas en el Credo y someterse a ellas, pero parece que en esta “nueva” Iglesia “inclusiva” el homosexualismo, el lesbianismo, el transexualismo, el asesinato, el consumo de drogas son los nuevos valores fundamentales, derivados de vaya a saber de qué revelación.
Al final de la homilía, el prelado habla de sus propias ideas, no de lo que Dios (en el Antiguo Testamento) y Jesucristo (en el Evangelio) dicen a través de los textos bíblicos: “Lo que quiero decir hoy…”.
Desde los comienzos del cristianismo hasta ahora, la Misa ha sido siempre el ámbito en el que el o los sacerdotes celebrantes y los fieles se congregan para celebrar el gran Misterio divino de la Redención, con la Liturgia de la Palabra en la que Dios habla a la comunidad reunida y con la Liturgia de la Eucaristía en la que el mismo Jesucristo, Rey y Mesías, se ofrece como alimento para que todos los que lo reciben se transformen en lo que consumen (como dice San Agustín en un famoso sermón: “nos transformamos en lo que comemos”).
Llama la atención que en esta homilía Jesucristo sea mencionado ocasionalmente, y que el obispo no predique lo que la Palabra de Dios dice en ese día, sino que sólo hable de lo que él quiere decir. Sutil manera de desplazar al Señor para ponerse en el centro.
En un famoso sermón sobre el evangelio de San Juan, san Agustín de Hipona les dijo a los fieles presentes: “voy a tratar de expresar la verdad, no trato de expresar mis propias ideas». En este caso, parecería que San Agustín “ya fue”, ahora tiene primacía el yo, al que algunos expertos en la espiritualidad ignaciana lo denominan “el maldito yo” (2da. Semana de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola).
¿Qué es lo primero que monseñor Fernández quiere decir a los feligreses? Que Dios, más que Creador, Redentor y Santificador, es un consolador psicológico, un promotor de autoayuda para que uno se sienta bien, no se sienta desplazado ni excluido ni por los propios pecados ni por los propios errores. Parecería que el prelado cree que los feligreses que vamos a celebrar el Misterio de la Redención en la Eucaristía lo hacemos porque sentimos que otros no nos valoran, nos juzgan o nos excluyen. Cree que vamos no porque queremos acrecentar nuestra fe, sino porque nos sentimos perturbados psicológicamente.
Nos dice a continuación que “Cristo te ha salvado en la Cruz, por tanto amor lo dio todo”. Chocolate por la noticia podríamos decirle, salvo que piense que vamos a Misa por curiosidad o pasatiempo. “No tenés que comprar el amor divino con mil esfuerzos. Cristo ya te salvó. Y te salva hoy, de la soledad, de la angustia, del miedo, del vacío”. En realidad, Cristo ya nos redimió (rescató) del poder de la muerte, por eso tenemos que hacer mil (o millones) de esfuerzos, no para comprar Su amor, sino para retribuirle algo de su Amor inconmensurable, llevando al mundo su mensaje de conversión y salvación: “Porque si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios te resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9-10). Pero en la homilía de monseñor, Jesucristo parece más un psicólogo contenedor, un curador existencialista que el Redentor del Hombre y del Mundo (San Juan Pablo II, Redemptor hominis).
En realidad, los creyentes vamos a Misa y a la Iglesia no para consolarnos y sentirnos bien, sino para fortalecernos para el buen combate de la fe y poder ser sal de la tierra y luz del mundo. Vamos al encuentro de Cristo, que nos dice…
que nuestra luz debe brillar delante de los hombres, para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a Dios que está en los cielos;
que seamos perfectos como Dios es perfecto;
que sólo entrará en el reino de los cielos el que cumpla la voluntad del Padre celestial, no el que profetiza en nombre de Dios o el que hace milagros en su nombre;
que el que lo escucha a Él debe poner su palabra en práctica, hacerla realidad;
que nos envía como ovejas en medio de lobos;
que por eso seremos juzgados y castigados, para que demos testimonio de Él;
que no vino a traer paz a la tierra, sino espada para luchar, y que esa lucha afectará incluso los vínculos familiares, hasta el punto de ser odiados por todos;
que seremos perseguidos;
que el que ama a su padre o a su madre más que a Él no es digno de él y no puede ser discípulo suyo;
que el que no toma su cruz y lo sigue no es digno de él, etc.
Es cierto que nos dice que si estamos cansados y agobiados Él nos aliviará y nos consolará, pero sólo si cargamos sobre nosotros Su yugo y aprendemos de Él, que es manso y humilde de corazón, porque misteriosamente su yugo es suave y su carga es ligera.
En definitiva, Cristo nos llama a librar el buen y hermoso combate de la Fe, para alcanzar la Vida eterna. No es un psicólogo consolador, no nos llama para decirnos que somos buenos y lindos o que no nos sintamos solos, sino que Él es el Camino, la Verdad y la Vida para que lleguemos al encuentro con Dios en la eternidad, colaborando y cooperando con Él en hacer todas las cosas nuevas e instaurando todas las cosas en su Nombre.
En cambio, el Cristo del que habla el arzobispo parece un psicoterapeuta, un administrador de un refugio para desorientados, el Cristo que nos sale al encuentro en la Revelación y en la Misa es la Palabra que nos fortalece, nos dignifica y nos convoca a llevar su mensaje de salvación a todos los que quieran recibirlo.
Dios no se hizo hombre en Jesucristo para padecer y morir en la cruz, y resucitar destruyendo el poder de la muerte para que cada uno pueda usarlo después de psicólogo de cabecera, sino para cumplir lo que Él nos manda y hacer obras mayores que las que él hizo en la tierra: “En verdad, en verdad os digo: os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún (Jn 14, 12). El Cristo del que habla el arzobispo es, en definitiva, una caricatura, ya que pone nuestro yo en el centro: “podés, podés, podés, podés…”. Por el contrario, el Cristo presente en la Sagrada Escritura y en la Misa nos interpela con suavidad y firmeza para trascendernos a nosotros mismos y entregarnos sin reservas a los demás, para hacer del mundo un hogar para Dios. No es como dice el ilustre prelado que “el amor fraterno es fuego que hace crecer el encuentro con Cristo”, sino que en realidad el encuentro con Cristo es el fuego que hace crecer el amor fraterno. Cristo, el rostro visible del Dios invisible, no es el punto de llegada, sino el de partida.
Respecto al leit-motiv episcopal y sinodal tan recurrente y reiterado de incluir a gays y transexuales, podemos leer, por ejemplo, la Carta a los Romanos del apóstol San Pablo, epístola que forma parte de la Sagrada Escritura, que es uno de los instrumentos a través del cual Dios habla eternamente:
“En efecto, la cólera de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que aprisionan la verdad en la injusticia; pues lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; porque, habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes bien se ofuscaron en sus razonamientos y su insensato corazón se entenebreció: jactándose de sabios se volvieron estúpidos, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos, de reptiles. Por eso Dios los entregó a las apetencias de su corazón hasta una impureza tal que deshonraron entre sí sus cuerpos; a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío” (Rm 1, 18-27).
Por eso, “como no tuvieron a bien guardar el verdadero conocimiento de Dios, Dios los entregó a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad, henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados (Rm 1, 28-32).
En consecuencia:
“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (1Cor 6, 9-10).
La Palabra de Dios que se revela a través de la palabra escrita de San Pablo dice claramente quienes son los que no entrarán en el Reino de Dios, pero el arzobispo platense dice, por el contrario, que sí deben entrar en la Iglesia aquéllos a los que Dios dice que no. ¿A quién hacer caso? ¿A San Pablo o a monseñor Fernández? ¿O habrá que arrancar de la Biblia estas páginas paulinas que contradicen lo que monseñor Fernández postula?
Roberto de Molesmes, el precursor de lo que posteriormente llegó a ser la Orden de Cisterciense de la Estricta Observancia (Ordo Cisterciensis Strictioris Observantiae-O.C.S.O.), la actual Orden de La Trapa, sostuvo en una oportunidad que “si queremos una vida digna, olvidémonos de la tranquilidad; y si queremos una vida tranquila, olvidémonos de la dignidad”. Por experiencia propia y ajena sabemos que vivir en Dios y en forma acorde a su Voluntad dignifica, pero nos expone a la ira y los ataques de las fuerza inhumanas y de los agentes del mal que odian a Dios y a su Creación, y por experiencia propia y ajena sabemos que vivir una vida tranquila nos lleva a vivir sin dignidad, en estado de esclavitud antes los que se creen los “amos del universo”, pero que en realidad son perversas e infames marionetas del maligno enemigo de Dios y de la raza humana que Él creó a su imagen y semejanza.
Por José Arturo Quarracino.
18 de marzo de 2023