El evangelio de este tercer domingo de cuaresma ( Jn 4, 5-42), entre otros temas, habla del encuentro entre Jesús y la samaritana. Se trata de un relato lleno de revelaciones, de descubrimientos, de enseñanzas e interpelaciones que se van haciendo poco a poco entre los protagonistas de esta historia.
El texto evangélico que leeremos contiene tres grandes apartados. En primer lugar aparece el diálogo entre Jesús y la samaritana (4, 5-26), en segundo lugar se muestra el diálogo entre Jesús y sus discípulos (4, 27-38), y en tercer lugar aparecen las conclusiones de los samaritanos (4, 39-42).
En el diálogo entre Jesús y la samaritana por su parte, se desarrollan tres temas importantes: El primero es el agua viva (4, 5-15). El segundo tema es la adoración verdadera (4, 16-24), y por último se habla del mesianismo (4, 25-26). El agua viva hace referencia al Espíritu Santo que es la fuente de la vida interior. Dios es espíritu y por lo tanto es quien mueve a la persona. El Espíritu de Dios es quien capacita a los creyentes para caminar en la verdad. Al ser Espíritu, Dios no puede estar encerrado en ningún lugar; con la llegada de Jesús se ha revelado además que cada persona se ha convertido en un espacio sagrado, Dios está presente también ahí. Cada persona, con su vida está llamada a darle culto a Dios, a reconocerlo como Padre y a vivir como su hijo.
El texto evangélico revela muchas otras cosas. Una primer aspecto que conviene destacar es la pedagogía divina con la que Dios actúa ordinariamente y que viene expresada en esta historia de la samaritana: Jesús se acerca al que se siente alejado; dialoga con él y le revela verdades trascendentes paso a paso: él dará el agua viva que procura la vida eterna en razón de que él es el Mesías, el Salvador. Esto también nos recuerda un principio salvífico fundamental: Dios no distingue a nadie. Los prejuicios no son lo suyo. Dios quiere que todos se salven, Dios no le cierra la puerta a nadie.
Otro asunto importante es el proceso de fe que vive la samaritana en esta narración. Así, de un encuentro casual con Jesús en un pozo, van despertándose muchas inquietudes hasta llegar a un encuentro personal. El diálogo hecho sobre un asunto cotidiano, el agua, se termina con la profesión de fe no sólo de aquella mujer de Samaria sino de toda una comunidad, los samaritanos. De ahí que el relato bíblico se cierre con esta declaración solemne: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado, pues nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de veras, el Salvador del mundo”.
Por último, el texto del evangelio que escucharemos este domingo tiene también una función kerygmática e interpelante. A través de esta narración se nos cuestiona cómo es nuestra relación con Dios y que tan profunda es nuestra fe. ¿Nuestra relación con Dios es conceptual o existencial? Para la samaritana Jesús aparece en un principio simplemente como un judío cualquiera, luego pasa a ser Señor y profeta, hasta ser reconocido como Mesías y Salvador. La samaritana no sólo acepta la fe, se convierte en su promotora. Esta narración nos escenifica la historia de un discípulo misionero. Es decir alguien que habiéndose encontrado con Jesús, lo reconoce como su salvador y lo anuncia a los demás.