* Si sabes querer a los demás y difundes ese cariño –caridad de Cristo, fina, delicada– entre todos, os apoyaréis unos a otros: y el que vaya a caer se sentirá sostenido –y urgido– con esa fortaleza fraterna, para ser fiel a Dios. (Forja, 148)
Llega la plenitud de los tiempos y, para cumplir esa misión, no aparece un genio filosófico, como Platón o Sócrates; no se instala en la tierra un conquistador poderoso, como Alejandro. Nace un Infante en Belén. Es el Redentor del mundo; pero, antes de hablar, ama con obras. No trae ninguna fórmula mágica, porque sabe que la salvación que ofrece debe pasar por el corazón del hombre. Sus primeras acciones son risas, lloros de niño, sueño inerme de un Dios encarnado: para enamorarnos, para que lo sepamos acoger en nuestros brazos.
Nos damos cuenta ahora, una vez más, de que éste es el cristianismo. Si el cristiano no ama con obras, ha fracasado como cristiano, que es fracasar también como persona. No puedes pensar en los demás como si fuesen números o escalones, para que tú puedas subir; o masa, para ser exaltada o humillada, adulada o despreciada, según los casos. Piensa en los demás ‑antes que nada, en los que están a tu lado‑ como en lo que son: hijos de Dios, con toda la dignidad de ese título maravilloso.
Hemos de portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se nota. Este es el bonus odor Christi, el que hacía decir a los que vivían entre nuestros primeros hermanos en la fe: ¡Mirad cómo se aman! (Es Cristo que pasa, 36)