Comenzamos hoy el tiempo de Adviento, un tiempo de preparación para la venida del Señor. La primera venida se realizó en la Encarnación y el nacimiento de Jesús en Belén, y se prolongó durante toda su vida terrena hasta su gloriosa Ascensión a los cielos. Pero todavía queda pendiente una nueva y última visita, que es la que profesamos cada vez que recitamos en el Credo: “De nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y a muertos”.
En este pasaje del Evangelio se nos habla de esa última visita suya, que sucederá al final de los tiempos. “Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente –dice el Catecismo de la Iglesia Católica– aun cuando a nosotros no nos ‘toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad’ (Hch 1,7). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento”[1].
De ahí la advertencia de Jesús para que estemos siempre preparados. No pretende asustarnos, pero sí abrir nuestros caminos a un modo de vivir más grande que relativiza los pequeños afanes de cada día a la vez que los dota de un valor decisivo. La venida del Señor nos puede sorprender en cualquier momento, de repente, mientras estamos en medio del trajín cotidiano: “como en los días que precedieron al diluvio comían y bebían, tomaban mujer o marido hasta el día mismo en que entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta sino cuando llegó el diluvio y los arrebató a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (vv. 38-39).
Las palabras de Jesús constituyen una invitación a la vigilancia. Sabemos que Él vendrá, pero no conocemos cuándo, así que nos conviene estar siempre preparados, en todo momento, libres para ir a su encuentro, no atrapados en las cosas de este mundo, sino gobernándolas para que sean camino de santificación.
Para llamar la atención sobre la necesidad de la vigilancia, Jesús propone una breve parábola, bien ambientada en las aldeas de Palestina: “si el dueño de la casa supiera a qué hora de la noche va a llegar el ladrón, estaría ciertamente velando y no dejaría que se horadase su casa” (v. 43). La oscuridad de la noche es más propicia para que los ladrones se acerquen sin ser vistos a unas casas, que tenían de ordinario una techumbre de maderas y ramajes, y unas paredes de adobe, fáciles de horadar y abrir un hueco por donde introducirse a robar. Por eso, si el dueño supiese que iban llegar en algún momento, no estaría despreocupado, sino atento a mantener la integridad de cuanto posee. ¡Cuánto más un cristiano ha de permanecer vigilante para cuidar los tesoros de la fe y de la gracia que ha recibido! “Tú, cristiano –recuerda san Josemaría—, y por cristiano hijo de Dios, has de sentir la grave responsabilidad de corresponder a las misericordias que has recibido del Señor, con una actitud de vigilante y amorosa firmeza, para que nada ni nadie pueda desdibujar los rasgos peculiares del Amor, que Él ha impreso en tu alma”[2].
San Juan Pablo II iniciaba su Testamento tomándose muy en serio esta llamada de atención realizada por el Maestro, bien consciente de que a cada uno nos llegará el momento de responder acerca de nuestra vida ante el tribunal del Señor: “ ‘Velad, porque no sabéis el día en que vendrá nuestro Señor’ (Mt 24, 42) – estas palabras me recuerdan la última llamada, que tendrá lugar en el momento en que el Señor así lo quiera. Deseo seguirlo y deseo que todo aquello que hace parte de mi vida terrena me prepare para este momento. No sé cuándo sucederá, pero como todo, también en este momento me pongo en las manos de la Madre de mi Maestro: Totus Tuus”[3]. Si estamos bien preparados, como él, podemos aguardar confiados la venida del Señor con esa misma serenidad y abandono en las manos de Virgen.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 673.
[2] S. Josemaría, Forja, 416.
[3] S. Juan Pablo II, Testamento, Roma 6.III.1979.