Los que estuvimos hace 40 años en la explanada de la Sagrada Familia todavía nos acordamos. Hacía 3 horas que esperábamos la llegada del papa Juan Pablo II que debía rezar el Ángelus delante del templo gaudiniano. Antes de llegar a Barcelona, visitaba la Abadía de Montserrat, donde estaba prevista la celebración de la eucaristía. Pero amaneció el día con un fuerte temporal de viento y lluvia que se encarnizó con la montaña santa.
El Santo Padre había dormido en Zaragoza y estaba previsto que se trasladase en helicóptero hasta Montserrat. Las condiciones meteorológicas, el fuerte viento y la falta de visibilidad impedían a todas luces la llegada del papa en dicho medio.
Se llegó a pensar en suspender la visita al monasterio benedictino, donde le esperaban todos los obispos catalanes, el Gobierno de la Generalitat en pleno, el Capitán General Sáenz de Santamaría, el Gobernador Civil Federico Gallo, demás autoridades y un gentío considerable, entre el que se hallaba una peregrinación de 7.000 jóvenes que habían subido a pie desde distintos puntos de la geografía catalana.
Sin embargo, a última hora, se habilitó un avión desde Zaragoza a Barcelona y el pontífice polaco aterrizó en el aeropuerto de El Prat, donde acudió a recibirlo el canónigo Mn. Francesc Muñoz, que era de los pocos que no habían subido a Montserrat. Desde ahí se dirigió en automóvil hasta el Santuario de la Moreneta.
La situación en Montserrat era dantesca, el puro caos.
Solo se anunciaban por megafonía llamadas de socorro de jóvenes que se habían perdido en la peregrinación. Un deslizamiento de rocas produjo la muerte de dos chicas gerundenses y varios heridos.
El cardenal Jubany con una gabardina encima de la sotana iba cogiendo el micro anunciando que llegaba el Papa, pero este seguía sin aparecer; el abad Cassià M. Just pedía cantar otra canción y al público solo le salía recitar el Virolai; la luz iba y venía y al final se anunció que se suspendería la misa y que solo habría una breve celebración de la Palabra.
Por fin, con 4 horas de retraso llegó el papamóvil y el entusiasmo de los miles de personas que se hallaban congregadas desde hacía más de 8 horas, con los huesos calados y muertas de frio, se desbordó. Tras la lectura del evangelio por parte de un jovencísimo diácono Oranias, Juan Pablo II impartió una prédica mariológica de un calado y una profundidad insuperables, tras la cual no era extraño que se hallase la pluma del obispo Ramón Torrella, que en un año sería designado arzobispo de Tarragona. Y vuelta al Papamóvil y hacia Barcelona.
El Ángelus estaba programado a las 12 y casi llega a las 15 horas. Por eso, cuando se vio subir al Papa al atril y con esa voz fuerte, recia, poderosa, se le escuchó clamar
¡ “Ave María Purísima” …
El pueblo fiel contestó con un “¡sin pecado concebida!”, no menos estruendoso.
A lo que siguió Wojtyla con aquel histórico “Queridos barceloneses y españoles todos”. Eran momentos de fiesta y concordia. La Transición había tenido un final feliz, se había celebrado el Mundial de futbol en España, el país iba avanzando bien que mal, a pesar de la terrible lacra del terrorismo etarra, Pujol solo llevaba dos años en el poder, el PSOE acababa de ganar las elecciones, pero la secularización todavía no se notaba en la sociedad y junto a eso, por primera vez, un sumo pontífice visitaba España.
Un sumo pontífice polaco, vigoroso, deportista, viajero, con tan solo 62 años, pero que había sufrido en 1981 un atentado terrorista que haría mella en su cuerpo, si bien en aquel entonces aquella mella no se notaba. Y esa plaza de la Sagrada Familia (de barceloneses y españoles todos) era una algarabía de pancartas, banderas españolas, catalanas y vaticanas, todas hermanadas, todas en común. No había divisiones: éramos españoles todos y cristianos todos. A nadie se le habría ocurrido otra distinción.
Y la lluvia seguía. Aquel año conocimos la expresión “gota fría”, no en vano no hacía ni un mes que se había producido la tragedia de la presa de Tous. Ese 7 de noviembre se desbordaron el Segre y el Llobregat, llegándose a contabilizar 14 muertos. Pese a ello, esa fuerza de la naturaleza que tomó el nombre de Juan Pablo II se dirigió por la tarde al pie de la montaña de Montjuich para hablar a los representantes del mundo empresarial y sindical y por la tarde-noche celebró la Santa Misa en el Camp Nou, con más de 100.000 personas con el agua y el viento como sempiternos protagonistas de una jornada que parecía gafada.
Pero no fue gafe. Hubo un antes y un después del paso de ese gran papa por Barcelona. Cambió el clero joven, se perdió el miedo, renació la esperanza. En aquel 1982 los seminaristas tenían que rezar el rosario de escondidas en el terrado del edificio de la Calle Diputación, tenían prohibido arrodillarse en el momento de la Consagración, no prosperaban si no eran jobaqueros, pero después de aquel 7 de noviembre tormentoso, frio y desapacible, volvió el clergyman, la Adoración al Santísimo y la devoción popular. Hubo incluso sacerdotes muy politizados, como el futuro obispo Carrera, que se declararon firmes y convencidos partidarios de Wojtyla. Un ciclón del este había cambiado sus vidas. Como cambió las de otros muchos cristianos, especialmente futuros sacerdotes, que se conocen entre ellos como los de la “Generación Juan Pablo II”.
La celebración de estos 40 años ha sido más bien pobre. Ni la CEE ha previsto un recuerdo especial. En Barcelona, el cardenal Omella presidió una misa a las 9 de la mañana en la Sagrada Familia. Esta vez no llovió. En Montserrat se salvó el recuerdo gracias a la insistencia del Cónsul de Polonia, que efectuó una donación de un busto de Juan Pablo II, el cual fue bendecido por el abad y colocado en el interior de la Basílica.
Por Oriolt.
GERMINANS GERMINABIT.