El evangelio de este domingo nos presenta la parábola del publicano y del fariseo. Dos personajes que suben al templo para orar. Son dos maneras de presentarse ante Dios. Una que muestra la humildad del que ora y suplica misericordia y otra que manifiesta una actitud arrogante y presuntuosa y que parece no necesitar de Dios.
Dice san Lucas que Jesús contó esta parábola porque había algunos que “se sentían ser justos y despreciaban a los demás”, se trata entonces de una parábola que tiene como destinatarios a los presuntuosos, es decir a personas que tenían de sí mismo y de sus obras una excesiva autoestima y como consecuencia adoptaban actitudes de desprecio hacia los demás.
Como ejemplo típico de presunción, Jesús presenta a un fariseo que va al templo para la oración. Lejos de hacer una oración piadosa, empieza a describir una serie de acciones como el ayuno, su comportamiento, el pago del diezmo… que revelan su autocomplacencia. Son sin duda cosas buenas y justas, el problema es que eso le sirve para pavonearse como si no tuviera necesidad de la misericordia divina. La conclusión es que se regresa a su casa sin haber obtenido nada, más aún sale del templo llevando consigo los pecados de presunción y de ingratitud delante de Dios.
Como ejemplo típico de una persona que practica la humildad y que confía en la gran misericordia de Dios, Jesús presenta a un publicano. Un publicano era una persona que se encargaba entre otras cosas de cobrar los impuestos, en este cobro incluso llegaban a aumentar los costos en detrimento de los ciudadanos, por lo mismo se habían ganado el desprecio y el odio de mucha gente pues cometían abusos. Por eso se les llamaba “pecadores públicos”.
Pues uno de estos publicanos entra también a orar, pero su comportamiento es muy diferente al del fariseo y eso es lo que lo salva. Se queda a la entrada, mantiene el rostro cabizbajo porque se avergüenza de sí mismo, no se compara con los demás porque se mira a sí mismo, no tiene nada de qué ufanarse. Lo que se repetía era: “Dios mío, apiádate de mí que soy un pecador”. Es por este comportamiento (conciencia de ser un pecador y deseo de encontrar misericordia) que regresa a su casa justificado, es decir beneficiado con la misericordia de Dios.
De esta parábola podemos reflexionar algunas conclusiones. El fariseo hacia cosas buenas y justas, el publicano en cambio hacía cosas malas. El problema del fariseo es que su estilo de vida le llevó a la presunción y al desprecio de los demás. El publicano en cambio, reconociendo su miserable vida como un pecador, obtuvo la misericordia. Jesús dice en el evangelio el que se humilla a sí mismo será engrandecido, el que se ensalza a sí mismo será humillado.
Dios no se complace en la muerte del pecador, sino quiere que viva. Por eso ha enviado a su hijo Jesús para mostrarnos su amor y buscar nuestra conversión. Dios ama al pecador, no al pecado.