Por este año, las vacaciones de verano terminaron temprano para los 200 cardenales de la Iglesia católica, convocados a una cumbre en el Aula Nuova del Sínodo, en el Vaticano, la semana pasada.
La misión: profundizar en la reforma de la curia, tarea central del pontificado que el argentino Jorge Mario Bergoglio, más conocido como el papa Francisco, inició en 2013, con ímpetus de cambio como correspondía al primer pontífice venido del tercer mundo.
En los preliminares de la reunión, la prensa europea especuló sobre una eventual renuncia de Francisco. Sus quebrantos de salud y sus desplazamientos en una silla de ruedas, pero también la visita que hizo, horas antes del arranque de la cumbre a Aquila, en el centro de la península italiana, dispararon los rumores.
En Aquila está enterrado Celestino V, famoso por renunciar al papado en 1294. Su tumba fue visitada en 2009 por Benedicto XVI, quien se quitó su palio –símbolo del poder papal– y lo dejó caer sobre el sepulcro, en un gesto premonitorio de su propia renuncia cuatro años después. Francisco también la visitó.
Las palabras del Papa pronto despejaron las dudas. Como bien lo señala Jean-Marie Guénois, cronista y vaticanólogo del diario parisino Le Figaro, en vez de dimisión, el pontífice habló de “renacer y reconstruir”. Las deliberaciones de los cardenales fueron a puerta cerrada, pero durante la misa en vísperas del inicio de la cumbre, Francisco usó un tono de acción y de futuro para demandar al clero “un renacimiento personal y colectivo” y “una reconstrucción eclesiástica”.
La reforma, promulgada en marzo por el Papa, apenas avanza. Hace pocas semanas, en un debate virtual organizado por la web Religion Digital, el cardenal Óscar Rodríguez Madariaga, arzobispo de Tegucigalpa y coordinador del consejo de cardenales, puso el dedo en la llaga: “Hay una huelga larvada en la curia en contra de la reforma”, declaró, antes de acusar a un sector de sus colegas de posponer la puesta en marcha de las decisiones a “las calendas griegas” (fechas indefinidas).
Papa Francisco mientras es trasladado en una silla de ruedas.Foto: EFE
En busca de mayorías
Consciente de lo anterior, Francisco parece apostarle a una batalla de largo plazo más allá de su papado. Conocedores del Vaticano aseguran que Francisco ya construyó una mayoría cercana a sus ideas en el cuerpo de cardenales, con la mira puesta en la elección de su sucesor.
De los 132 purpurados con derecho a voto (menores de 80 años) que integran el colegio cardenalicio, 83 fueron designados por Francisco, 20 de ellos en tiempos recientes. Sólo quedan 11 nombrados por Juan Pablo II y 38 por Benedicto XVI.
El tiempo dirá si la apuesta del Papa argentino resulta ganadora. Por ahora, la imagen de Francisco no es precisamente la de un pontífice efectivo. Carece de logros comparables con el salto reformista de Juan XXIII en los años 60, o con la eficacia de Juan Pablo II, el Papa polaco que derribó la cortina de hierro e hirió de muerte los regímenes comunistas del Europa del este.
Francisco es un convencido de la necesidad de las reformas, pero tiene pocos resultados qué mostrar: nada ha cambiado en cuanto al papel de las mujeres que siguen proscritas del sacerdocio, ni en cuanto al celibato, para hablar de los temas gruesos de la curia que la reforma no toca. Ha habido, eso sí, algunas acciones más concretas que en el pasado en lo referente a los curas pederastas y a los obispos que los protegieron. Poco más.
Papa Francisco camina con bastón Foto: AFP
¿Prudencia u omisión?
El argentino proyecta la imagen de un Papa prudente frente a la guerra de Ucrania, frente a la represión desatada por el dictador Daniel Ortega contra la Iglesia católica nicaragüense o frente al encarcelamiento de opositores en Cuba, para mencionar apenas algunos de los conflictos del planeta sobre los que el Papa ha evitado comprometer de manera clara su palabra.
Lo de Nicaragua resulta inexplicable. Este año, el régimen de Ortega ha cerrado siete estaciones de radio y dos canales de televisión por cable vinculados a la Iglesia Católica. Mantiene en arresto domiciliario al obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, y a seis sacerdotes de su diócesis, que osaron criticar la represión desatada por el dictador Ortega y su esposa y vicepresidente, Rosario Murillo.
A mediados de agosto, Óscar Benavídez, presbítero del municipio de Mulukukú, en el norte de Nicaragua, fue detenido por la Policía y llevado a los calabozos de la dictadura. Un grupo de misioneras extranjeras de la orden de la Madre Teresa de Calcuta fue sacado del país. Y hasta el Nuncio Apostólico, Waldemar Stanislaw Sommertag, el obispo polaco que actuaba como representante diplomático del Vaticano, fue expulsado de Nicaragua por orden de Ortega. Según el periodista Carlos Fernando Chamorro, los ataques a la Iglesia Católica buscan acabar con “el último espacio que le queda a la sociedad civil”.
Por esa misma época, 17 organizaciones de oposición pidieron que el Papa hablara: “Rogamos por los buenos oficios y la voz de denuncia y condena de su santidad el Papa Francisco (…) ante la grave represión que hoy vive Nicaragua”.
Tamara Taraciuk, de Human Rights Watch, aseguró en diálogo con Andrés Oppenheimer del Miami Herald que “el silencio del Papa Francisco sobre la persecusión que sufre la Iglesia Católica (en Nicaragua), es inadmisible”.
El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, quien ha perseguido a la Iglesia en su país. Foto: CORTESÍA LA PRENSA
Pero nada en esta ola de represión parece conmover al Papa, que se limitó hace pocos días a llamar a un diálogo “abierto y sincero”, sin criticar el accionar represivo de la dictadura ni diferenciar víctimas de victimarios. Como bien dijo hace unos meses un vocero de Amnistía Internacional, “en Nicaragua no hay dos bandos, hay un monopolio de la violencia ejercido por el gobierno de Ortega”.
¿Pesa en la actitud de Francisco su histórica cercanía con sectores de izquierda? Lo que dijo hace poco a propósito de la represión en Cuba, no ayuda a despejar esas dudas.
Interrogado por la cadena Univisión sobre la brutal ola represiva del gobierno de Miguel Díaz-Canel contra manifestantes, opositores y líderes de derechos humanos, el pontífice paso por encima del tema y habló del régimen cubano en términos casi elogiosos: “Tuve buenas relaciones con gente cubana. Y también, lo confieso, con Raúl Castro tengo una relación humana (…) Cuba es un símbolo, Cuba tiene una historia grande”.
Más que prudencia, sus críticos ven aquí un grave pecado de omisión. En su columna del Miami Herald, Andrés Oppenheimer sugirió que el Papa podría pasar a la historia como “cómplice” de la dictadura cubana.
La mediación imposible
Capítulo aparte merece el caso de Ucrania. Desde la agresión de la Federación Rusa, patentada con la invasión de regiones del este y del sur del país por el ejército de Vladimir Putin, el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski ha pedido en numerosas ocasiones que, al igual que lo han hecho decenas de líderes occidentales, el Papa visite Kiev y envíe con ello una señal de solidaridad al pueblo ucraniano.
Aunque hace algunas semanas dijo a los periodistas que una visita a Kiev estaba sobre la mesa, Francisco sigue sin pisar Ucrania.
Y eso que las peticiones se multiplicaron desde los primeros días de la agresión rusa, cuando el hashtag “Pero, ¿qué hace el Papa?” se volvió viral en Europa y marcó un momento de duras críticas de católicos y no católicos contra Francisco. El Papa se ha limitado a elogiar el heroísmo del pueblo ucraniano, pero no ha condenado a Putin y, en cuanto a Cirilo, el patriarca de la Iglesia Ortodoxa rusa que ha dado su bendición a Putin y a su ejército, el Papa –quien lleva años cultivando su amistad con Cirilo– apenas se atrevió a decirle que “no somos clérigos de Estado, sino pastores del pueblo”.
Pero nada ha producido más rayos y centellas contra el pontífice que su frase en el sentido de que el conflicto (que él nunca ha llamado “agresión”) pudo ser “provocado o no evitado”, palabras ambiguas que le vienen de perlas a Putin y a sus aliados, quienes sostienen que la culpa la tienen la Unión Europea y los Estados Unidos, por invitar a Ucrania y a otros vecinos de Rusia a sumarse a la Otan. Y es cierto que alguna vez Washington quiso que Ucrania ingresara a la Otan, pero también lo es que Francia y Alemania vetaron entonces dicha posibilidad.
Aunque hace algunas semanas dijo a los periodistas que una visita a Kiev estaba sobre la mesa, Francisco sigue sin pisar Ucrania. Foto de archivo de la guerra en Ucrania. Foto: AFP
La justificación de la timidez papal frente a la más grave guerra en suelo europeo desde 1945, ha sido que, si el Papa se alinea del lado de Ucrania, perderá su capacidad de mediar. “¿Alguna vez le han reclamado al Papa que vaya a Siria, Yemen, Sudán, Etiopía, el Alto Karabaj, Irak o Chechenia, en las décadas recientes?”, se pregunta Constance Colonna-Cesari, experta en la diplomacia vaticana y colaboradora de la prestigiosa revista francesa Politique Internationale.
El británico Austen Ivereigh, coautor con el Papa del best-seller Soñemos juntos y uno de los analistas más cercanos a Francisco, sostiene que “el Papa quiere evitar caer en la lógica de la guerra de pensar en agresores y víctimas, en buenos y malos, y quedarse ahí”.
En cualquier caso, si el Papa ha guardado silencio en espera de una oportunidad para mediar, la realidad es que esa oportunidad le ha sido esquiva, aunque como dice Constance Colonna-Cesari, aún sea temprano para hablar de “fracaso o renuncia”.
A la espera de una ocasión salvadora para convertirse en mediador para Ucrania, el Papa ha desgastado su credibilidad y perdido respeto ante la opinión pública occidental. Aquejado por problemas de salud, sin haber podido avanzar de manera sólida en su programa de reformas y al optar por una excesiva prudencia ante graves crisis humanitarias en el mundo, el pontífice de 85 años vive el ocaso de su papado y se va quedando con poco qué mostrar para la historia.
Por MAURICIO VARGAS LINARES
EL TIEMPO