Ningún Papa puede asegurar su sucesión

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El temor de los menos entusiastas con la renovación francisquista a que la mayoría de dos tercios de los cardenales con derecho a voto hayan sido seleccionados por Francisco para asegurar su legado es comprensible, pero no está realmente justificado.

Tras este último consistorio, algo más de dos tercios de los cardenales con derecho a voto han sido seleccionados por Francisco entre los obispos más fieles y cercanos a su concepción eclesial. Eso ha llevado a muchos comentaristas preocupados por el sesgo en la cúpula de la Iglesia a concluir que tenemos ‘renovación’ para rato.

Es cierto que, a diferencia de sus inmediatos predecesores, Francisco no ha basado sus nombramientos cardenalicios en la búsqueda de cierta ‘diversidad eclesial’, sino que, a la luz de todo lo que vemos y sabemos, ha premiado esencialmente la fidelidad incuestionada a su proyecto, a su estilo, a su forma personal de concebir el gobierno de la Iglesia. Esto ha llevado a muchos a concluir que, con esto, Francisco “se asegura” la continuidad de su legado. El Papa que en la historia más ha insistido en la necesidad de aceptar y abrazar el cambio, se habría asegurado de que el rumbo marcado por él no cambie.

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Pero pensar así no es solo tener una confianza muy mediada en la acción de la Providencia; también es, de tejas abajo, no comprender ciertas peculiaridades clave de la estructura de autoridad en la Iglesia que ha subrayado con frecuencia en estas páginas nuestro Specola.

A un Papa flaco le sucede un Papa gordo, reza el expresivo refrán. Y aquí queremos exponer por qué, aunque es perfectamente posible que el próximo pontífice sea hechura de Francisco y leal continuador de su obra, no tiene en absoluto que ser así.

Un primer aspecto, muy obvio, es que los muertos (o los dimisionarios) no pueden castigar las deslealtades ni premiar las lealtades. Es decir, el elegido queda en total libertad para seguir o no las políticas de quien lo elige, que ya no puede ejercer presión alguna sobre él.

Otro aspecto es el que se refiere al nutrido grupo de cardenales del Tercer Mundo de cuyas posturas eclesiales personales se sabe poco. Es sabido que Francisco ha expresado a menudo su preferencia por lo que llama “las periferias existenciales”, una inclinación que le ha llevado en todos los consistorios a seleccionar un considerable número de prelados que ejercen su ministerios en sedes con poco peso tradicional en la Curia. Cualquiera de ellos es un enigma, tanto como electores como en el papel de eventuales electos. En muchos casos se trata de sedes en países donde el catolicismo es muy minoritario, o está incluso perseguido, y no es un secreto que sus preocupaciones pastorales suelen estar distantes de lo que preocupa en el Primer Mundo.

Pero quizá el factor más importante sea otro, también desde el punto de vista más terreno y menos sobrenatural: la aterradora pérdida de peso específico de la Iglesia en la sociedad, el peligro de cisma, la confusión reinante. Como miembros de una organización, por cínicos y mundanos que puedan ser los prelados, tienen delante el problema de la cuasi desaparición de la Iglesia y no es probable que deseen ese resultado. Es decir, que ante los desastrosos resultados concretos de una actitud pastoral no es improbable que los cardenales, hasta los más progresistas, opten por un candidato menos ‘entusiasta’, solo por mero instinto de conservación.

Luego está, naturalmente, el insondable misterio del alma humana y la posibilidad de cambio personal. Pio IX, que ha pasado a la historia como uno de los reaccionarios más recalcitrantes, fue elegido como cardenal abierto a los nuevos aires de la historia, simpatizante de las ideas liberales de su tiempo.

Nadie puede dejar todo “atado y bien atado”, y menos con respecto al trono de Pedro.

Por Carlos Esteban.

Martes 30 de agosto de 2022.

Infovaticana.

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