I
Nos situamos en el año 587 A.C. La ciudad de Jerusalén y su grandioso Templo de Salomón han sido destruidos por Nabuzaradán, comandante de Nabucodonosor. El monarca babilonio, tras la conquista y como castigo tras dos años de asedio a la ciudad santa, ordenó ejecutar a los hijos del último rey judío, Sedecías, delante de éste, y a continuación le sacó sus ojos y cargándolo de cadenas de bronce lo llevó a Babilonia. Puso asimismo como gobernador de aquella devastada tierra judía a un tal Godolías, dándole el mando sobre los escasos hombres que no habían sido deportados a Babilonia.
Se cumplieron así los oráculos de los profetas de Israel, sobre todo de Jeremías, quien comenzó a profetizar durante una época de esplendor del rey reformista Josías (640-609 A.C.). Este último gran rey del Israel histórico murió en la batalla de Megido, combatiendo con el faraón egipcio Necao, y de ese modo dramático se truncó su piadosa reforma, yendo desde entonces el reino de Judá de descalabro en descalabro hasta la catástrofe del año 587 A.C. De aquel itinerario fallido y de la devastación final fue testigo privilegiado Jeremías, el apesadumbrado profeta de Anatot, que una y otra vez advertía de la locura de la resistencia armada al poder de Babilonia, y de la necesidad de acordar paces (Jer. 38, 15-16, 42, 10-13). Y sobre todo ponía el foco en un hecho crucial: las idolatrías del pueblo, corregidas y aumentadas tras la muerte de Josías, iban a ser la causa principal de esa desdicha nacional. Un pecado tan abominable que hizo exclamar a YHWH:
«me hicisteis sentir asco de este país de mi propiedad» (Jer. 2,7).
Aunque se cumplieron con puntualidad los acontecimientos profetizados, muy pocos seguían dando crédito a los oráculos de Jeremías. Después de aquella destrucción, éste se quedó en Judá con Godolías, el gobernador puesto por Nabucodonosor, pero el nuevo regidor no hizo caso a las advertencias de que se preparaba un atentado contra él, y fue asesinado unos meses después. El terror que sobrevino por haber matado al gobernador nombrado por el rey caldeo, produjo una desbandada general hacia Egipto, adonde se creía que no llegarían los deseos de venganza del rey. Pero antes -como para cumplir un mero trámite- consultaron a Jeremías, quien les dejó muy claro el error de huir a Egipto:
«El Señor dice: Si estáis dispuestos a quedaros en esta tierra, yo os haré prosperar; no os destruiré sino que os plantaré y no os arrancaré pues me pesa haberos enviado esta calamidad, No tengáis miedo del rey de Babilonia, al que tanto teméis. No temáis, porque Yo estoy con vosotros para salvaros y libraros de su poder. Yo, el Señor, lo afirmo. Tendré compasión de vosotros y haré que él también os tenga compasión y os deje volver a vuestra tierra» (Jer. 42, 10-12)
El oráculo del Señor era rotundo: el castigo que se había infligido a Judá era tan enorme que hasta se podría decir que le «pesaba al Señor», y por tanto Él mismo aplacaría cualquier deseo de venganza del rey babilonio. La huida a Egipto era una pésima decisión, pues:
«Todos los que están empeñados en irse a vivir a Egipto, morirán por la guerra, el hambre o la peste. Nadie quedará con vida; nadie escapará a la calamidad que les voy a enviar» (Jer. 42, 17).
A pesar de habían asegurado a Jeremías que «nos guste o no tu respuesta, obedeceremos al Señor» (Jer. 42,6), los judíos ya tenían decidido ese nuevo «éxodo inverso» hacia Egipto, y sin hacerle caso, tomando con ellos al desgraciado profeta, se encaminaron hacia las ciudades egipcias de Tafnes, Migdol y Menfis, donde se asentaron.
Jeremías sabía que la decisión de huir a Egipto era pésima, pero no tanto por su conocimiento profético sobre la devastación que el rey babilonio iba a provocar en tierras egipcias. Lo que atormentaba sobre todo al profeta era el hecho de que en un país como Egipto, que adoraba todo tipo de cuadrúpedos y reptiles «cosas repugnantes que yo detesto» (Jer. 44,4), sus conciudadanos no sólo olvidarían pronto que era la idolatría el origen de su postración, sino que darían incluso una vuelta más de tuerca, y responsabilizarán a la época de reforma del gran rey Josías -y su contundente guerra contra los ídolos y los altos en los bosques (2 Rey. 23,3 y ss.)-, de las desgracias que les acontecieron. Es decir, en Egipto, los restos del pueblo de Judá que no fueron desterrados a Babilonia, avanzarían un escalón más en su abyección y cometerían una abierta apostasía. Sus hermanos del norte -los samaritanos- habían caído en el sincretismo casi dos siglos antes, mezclando la ley judía con ritos asirios, pero ellos -el reino del sur, el reino de la promesa mesiánica (Jer. 33,14)- engordarían esa iniquidad, al rechazar abiertamente al Señor y a su ley, pese a reconocer que de Él procedían los mensajes de Jeremías:
«No haremos caso de ese mensaje que nos has traído de parte del Señor. Al contrario, seguiremos haciendo lo que habíamos decidido hacer. Seguiremos ofreciendo incienso y ofrendas de vino a la diosa Reina del Cielo (Istar o Astarté) como lo hemos hecho hasta ahora y como antes los hicieron nuestros antepasados y nuestros jefes y reyes de las ciudades de Judá y en las calles de Jerusalén» (Jer. 44,16-17).
La razón para esa apostasía era muy sencilla. Pensaban que acogiendo la idolatría (práctica de todos los pueblos del mundo, salvo Israel) la vida les iría mejor.
«Pues antes teníamos comida en abundancia, nos iba bien y no nos vino ninguna desgracia, pero desde que dejamos el incienso las ofrendas de vino a la Reina del Cielo, nos falta de todo, y nuestra gente muere de hambre o en la guerra» (Jer. 44, 17-19).
Ante este panorama, es lógico que el Señor, por boca de Jeremías, sentenciase que «la rebelde Israel es menos culpable que la infiel Judá» (Jer. 3,11).
La Biblia -y la historia- confirman que Nabucodonosor atacó Egipto. Fue durante los años 568 y 567 A.C. , en el intervalo de los faraones Hofrá (o Apries) y Amasis (o Amosis II), y aunque las fuentes históricas no bíblicas no informan de las consecuencias de esa invasión, del Libro de Jeremías (43, 8-13) deducimos que fueron desastrosas, al menos para aquella parte del país del Nilo habitado por los exiliados judíos.
En definitiva, el último oráculo que conocemos del profeta Jeremías -sellado probablemente con su sangre- se cumplió, castigándose de esta manera la enésima desobediencia del pueblo elegido. El pueblo que muchos siglos antes, dirigido por Moisés, salió de Egipto para alcanzar su libertad, realizaba ahora un éxodo invertido que le llevaría a redoblar la idolatría y finalmente a la muerte. Sin embargo, los otros judíos, los desterrados en Babilonia, se fiarían de sus profetas -fundamentalmente de Ezequiel y Daniel-, no se contaminarían con los ídolos de los caldeos y por ello -en cumplimiento del oráculo de Jeremías- a los setenta años pudieron retornar a su tierra, liberados por Ciro el grande (Jer. 25,11). Como afirmó el profeta Hababuc «el justo vive por la fidelidad» (Hab. 2,4).
II
Hemos visto que las recurrentes caídas en la idolatría de Judá, advertidas por todos los profetas, fueron la razón de que el reino se abocase a su exterminio por el brazo ejecutor de Nabucodonosor. No hay ya la menor duda histórica de que la conmoción del pueblo judío ante este acontecimiento catastrófico produjo más adelante una reacción diametralmente opuesta, que llevaría a una soterrada idolatría de la ley mosaica (que sería interpretada de un modo literal, rígido y antihumano), y a la distinción farisaica entre judíos justos y pecadores. Esa nueva concepción ya se puede intuir en el rigorismo de los libros bíblicos de Esdras y Nehemías, redactados a la vuelta del exilio de Babilonia, y que fijaban la prohibición de matrimonios con paganos (porque ellos habían llevado a la idolatría al pueblo elegido) e incluso ordenaban el repudio de las estas mujeres y de los hijos habidos con ellas (condenando de este modo a la pobreza más extrema a éstos) (Esd. 10,3). Es decir, como reacción ante el peligro del retorno a las idolatrías, se sacrificaba el supremo mandato de YHWH de la misericordia con los débiles y necesitados (Is. 1,17) (Mt. 15,3). Y así se seguirá hasta el momento en el que aparece Nuestro Señor Jesucristo.
A su venida, no quedaba en Israel el más mínimo indicio de aquella idolatría clásica (adoración de espantajos de melonar fabricados de madera o piedra, ofrecimiento de incienso en los altos de los montes, acogida de ídolos de países vecinos…), pero como contrapartida los judíos habían caído en un error más grave si cabe, el fariseísmo. Contra esta sutil muestra de idolatría -la de la letra muerta, y no vivificada por el Espíritu- combatió el Señor toda su vida- pues no está el hombre hecho para la ley sino la ley para el hombre, y en la línea de los más grandes profetas de la antigüedad, recordará el oráculo de Oseas «misericordia quiero y no sacrificios» (Mt. 9,10-Os. 6,6) y el del profeta Isaías (Mt. 15, 8-Is. 29,13):
«Este pueblo me honra
de labios afuera,
pero su corazón está lejos de mí»
Digamos que si la idolatría clásica consistía en un adorar una cosa que se veía (la figura o el árbol), la idolatría farisaica implicaba una ceguedad (pensaban que adoraban y complacían a Dios invisible con el cumplimiento de su ley, aunque su interpretación dañase al prójimo, con lo que no adoraban al Dios escondido (Is. 45,15) sino a la letra muerta de la ley, a la nada). Tanto el Señor como San Pablo incidieron en este punto capital: la ceguera del pueblo elegido (Mt. 23,14, 2 Cor. 3,14, Hch. 28,26). Y fue esa ceguedad la que abocaría a la segunda destrucción de Jerusalén y del Templo (70 D.C.) por obra de los romanos, como ya advirtió el Señor cuando, desde el Monte de los Olivos, lloró por la Ciudad Santa:
«Te destruirán por completo, matarán a tus habitantes y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no reconociste el tiempo en que Dios vino a salvarte« (Lc. 19,44)
III
Casi dos mil años después, los católicos (me refiero a los conscientes de serlo con coherencia -pese a las caídas-, y que desean vivir y morir como tales) debemos preguntarnos si, merced a la gracia de Cristo, hemos eliminado de nuestras vidas cualquier comportamiento idolátrico. Podríamos pensar que sí, que en principio ya no tropezamos con la idolatría clásica: no adoramos ídolos de madera o piedra, salvo algunos católicos muy deficientes en nuestra fe que, cuando rezan alguna imagen sacra, creen que es la misma talla (y no la persona del cielo a quien representan), la que intercede por ellos. Tampoco creo que hayamos caído en esa ceguedad del fariseísmo de la letra muerta, porque creo sinceramente, como San Pablo afirmaba, que los católicos seguimos siendo «una carta escrita por Cristo mismo, no con tinta sino con el Espíritu del Dios viviente; una carta no grabada en tablas de piedra, sino en corazón humano» (2 Cor. 3,3). Aunque es cierto que puede existir alguna minoría desagradablemente rigorista y farisaica, pero por experiencia afirmo que no es aquel grupo de católicos al que frecuentemente suele referirse nuestro papa Francisco cuando emplea esas expresiones despectivas, y en el que me incluyo.
Sin embargo, percibo con intensidad dos novedosas idolatrías en el mundo católico, que parecen la consecuencia natural de las otras dos que hemos examinado y que son, a mi juicio, las últimas de la historia y por tanto las más peligrosas. Sin duda llevaban mucho tiempo gestándose -probablemente desde el siglo XVI con la revolución luterana-, pero en nuestro tiempo están dando sus frutos más acabados y deletéreos. Digo que son mucho más nocivas, porque si las anteriores encajaban el inabarcable concepto de Dios en objetos o criaturas irracionales (idolatría clásica), o deformaban el sentido de su revelación con la excusa del purismo (fariseísmo), éstas directamente quitan de en medio a Dios y en su lugar divinizan al hombre y a su obra: destruyen cualquier idea de Ser Trascendente y colocan a la criatura humana en su lugar (humanismo laico). Eliminan su Palabra y la sustituyen por subproductos humanos (ideologías). Ese es el común denominador de ambas: prescindir de Dios o abiertamente destruirlo (si eso fuese posible).
Nuestro actual mundo católico parece que ha sido literalmente abducido por estas nuevas idolatrías, y al igual que en el Israel de la caída, las razones para acogerlas y sostenerlas podemos explicarlas por la enorme presión mediática de los poderosos que las sustentan, y por el miedo a caer, si nos mantenemos en la fidelidad, en el ostracismo intelectual y aun en la pobreza económica (sobre todo en un mundo donde la información navega a velocidad de crucero).
La ideología se puede definir como un conjunto de ideas que caracterizan a una colectividad, la cual las mantiene contra viento y marea, aunque exista el riesgo probable de ser erróneas. Para el católico, el problema comienza cuando ese sistema de ideas relativamente novedoso, pasa de ser cuestionado por unos y aprobado por otros, a obtener un consenso social muy amplio, y ello le obliga a dudar, relativizar, matizar o directamente cambiar la Verdad revelada que ha recibido: es decir, sustituir la Palabra (tal y como se nos ha dado en las Sagradas Escrituras y en la Tradición) por las palabras (cualquiera de las que nos propone el mundo). El católico coherente sabe que aquélla es la única certeza que debe defender, diga lo que diga la ideología de turno de cada época. Nada (ningún sistema nuevo de pensamiento) ni nadie (cualquier pirado que alegue divina inspiración) debería removerle un milímetro de esa convicción.
Pero la realidad hoy es otra desgraciadamente, como vemos en estos cinco ejemplos.
Uno. La exigencia que el católico sea un tolerante demócrata, y que se olvide aquella regla tradicional que postula que no es la denominación del sistema político (democracia, dictadura, oligarquía) la que determina su bondad o maldad, sino el ejercicio del poder, de conformidad a la ley natural, la recta moral y a una justa distribución de la riqueza; en definitiva, que acepte sin rechistar como vox populi, vox Dei, las decisiones aberrantes de los legisladores de su país democrático. E incluso, en el caso de que alcance una mayoría suficiente para derogarlas, no lo haga porque hay que defender a las minorías y sus derechos consolidados (aunque esos «derechos» se refieran a un crimen abominable como el aborto o insulten por sistema a la ley natural entregada por Dios a todo hombre). Dicho de otro modo, que sea tan tolerante con las personas y como con sus disparates, olvidando la sólida doctrina recordada por algunos papas del pasado de que el error no tiene derechos, que la religión católica es Verdad ( y por tanto debe ser intolerante con el error y extirparlo siempre) y a la vez es Caridad, por lo que el amor al prójimo -aunque esté gravemente errado- debe ser la máxima de su proceder, y que uno de los mejores ejercicios de la caridad es corregir al que yerra.
Dos. La defensa a ultranza por el católico de los modelos económicos bien neoliberales o bien neomarxistas, ambos derivados del liberalismo, y que ponen el acento en los aspectos crematísticos y monetarios de la vida. Puesto que son notoriamente vías incorrectas para conducirnos al reino que Jesucristo nos prometió (nos llevan al opuesto, al de Mammon, al del diablo, vgr. 1 Tim. 6,10), indudablemente ese católico comete franca idolatría, pues olvida la advertencia del Señor de que no podemos apegarnos a la riqueza ni servir a la vez a Dios y al dinero, y que la salvación de los ricos será mucho más que complicada. ¿Qué católico hoy se exonera de ese engañoso dilema -o liberal o marxista- que se nos propone en nuestra época, cuando los dos son las caras de una misma moneda falsa que pervierte el reino de Cristo?
Tres. La aceptación para el católico de la agenda homosexualista, y el rechazo de la sólida doctrina cristiana de que los actos homosexuales son intrínsecamente inmorales. Ya se excuse este católico en estudios presuntamente científicos, en la supuesta voluntad de Dios de que triunfe la libertad y el amor aquí y ahora (aunque contravengamos su ley divina y natural) o en no quedar mal ante la opinión mayoritaria de una sociedad debidamente reconducida, estará cometiendo un acto de idolatría, pues coloca al homosexualismo o las ideas del lobby LGTBI, a la misma o superior altura que la Palabra de Dios revelada en la Biblia, que condena sin excepción -y con extrema dureza- dichas conductas y las asocia significativamente con la idolatría.
Cuatro. La consideración por el católico de la ecología o el respeto a los animales, no como una razonable actitud de cuidar y no dañar sin causa justa y proporcionada el entorno que Dios nos ha dado para desarrollar nuestra vida, sino como una ideología en firme. Hablamos de ecologismo, de un sistema de ideas que se imponen a las verdades reveladas, hasta el punto que desde ámbitos católicos se habla mucho más de conversión ecológica (para salvar -presuntamente- el planeta), que de conversión a Cristo (para salvar -sin la más mínima duda- cada alma de la condenación). O bien de animalismo, que postula tratar a un oso de manchas blancas y negras con más consideración que a un ser humano (cuando es éste y no aquél el creado a imagen y semejanza de Dios). En ambos casos podemos afirmar que es notoria la idolatría de ese católico, pues deforma e invierte la jerarquía de bienes que el Señor estableció en sus Sagradas Escrituras.
Cinco. La acogida de un católico a ese sistema de pensamiento, erróneo desde la base, denominado ideología de género, que postula el carácter accidental y mudable de la condición sexual de la persona y no su naturaleza sustancial e inmutable. Con ello contraviene la recta razón, la experiencia, el sentido común y la doctrina bíblica, la cual establece que Dios creó al ser humano como macho y hembra, y afirma a la vez la idéntica dignidad ante Dios de la persona humana con independencia de su sexo (pues el hombre y la mujer están hechos a imagen y semejanza de Dios, son destinatarios de sus promesas de salvación (Gn. 1,27) y ambos están, biológica y espiritualmente, destinados el uno al otro, pues «en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón» (1 Cor. 11,11). Todo lo contrario a lo que propone ese feminismo moderno que, basándose en la ideología marxista de la lucha de clases, desenfoca y destroza la relación natural de amistad y cooperación del hombre y de la mujer, convirtiéndola en un pugilato permanente.
Basten esos ejemplos pero hay más, y todos ellos son virus pretenden fagocitar pausadamente el sistema de creencias y valores de la mejor tradición intelectual y moral de la Iglesia Católica, y que por estar basados en la Verdad revelada, no contienen mácula alguna. Probablemente, si se le preguntase a algún católico progresista, cómo puede mantenerse en la esquizofrenia de defender idolatrías ideológicas abiertamente contrarias a su fe católica, responda que también la fe debe evolucionar y adaptarse a las nuevas corrientes modernas de pensamiento, de sensibilidad y de espiritualidad, salvando eso sí las verdades básicas del Credo. Es decir, es la Palabra de Dios la que debe ceder a la ocurrencia del hombre, no el hombre quien necesita ajustar su conducta a las normas claras que fijan las Escrituras, con lo que de hecho la criatura se coloca por encima del Creador y el reino del hombre debe aplastar cualquier germen del Reino de Dios.
Lo irónico de esto, es que ese cristiano progre (en rigor, idolátrico y modernista) dice que sigue creyendo en Cristo, aunque probablemente, si le apretásemos sobre el contenido de su creencia, no reconoceríamos a Aquel al que adoramos los católicos como nuestro Señor y Salvador. Y ese es exactamente el problema: habiéndonos dejado ideologizar, no se puede salvar el Credo -como defendía nuestro cristiano progresista- porque al Dios Padre todopoderoso y a su Hijo único muerto por nosotros y que volverá a juzgarnos, los hemos convertido en piezas de museo. Decimos ¡Señor, Señor!, vamos a sus Misas y ¡hasta hablamos en su nombre! pero no hacemos lo que nos dice porque lo hemos reducido a un ídolo que reposa en el centro de un corazón que ya no late. Seguimos honrándole con los labios pero ya no con el corazón, porque la ideología ha contaminado su habitáculo y amenaza con llegar al núcleo. Una generación, dos a lo sumo pueden vivir en esa farsa, pero la siguiente entrará por la puerta grande a la apostasía y sustituirá en coherencia ese ídolo de trazas cristianas por una imagen de sí mismo. Y eso está pasando, aunque no queramos verlo.
En definitiva, si estas ideas y muchas otras -insultantes a la recta razón y a la revelación bíblica y a la doctrina de los más grandes sabios católicos- se implantasen ya de manera masiva y universal en el alma del pueblo católico (como lo están desde hace tiempo en nuestras leyes), podríamos concluir que se habría cumplido aquella profecía paulina que fija la cuenta atrás para el retorno del Señor: la rebelión contra Dios –apostasía global-, que activará la aparición de un hombre malvado que se levanta contra todo lo que lleva el nombre de Dios y llega incluso a instalar su trono en el templo de Dios, haciéndose pasar por Dios» (2 Tes. 2, 3-4). Como han destacado los mejores intérpretes del Apocalipsis, el Anticristo será el mayor humanista que jamás haya existido.
No sé cuándo sucederá tan horrible evento, aunque el camino parece trazado por un poder que está más allá de la comprensión humana. Pero sí sé que nuestra querida Iglesia Católica, que debería iluminar al mundo (Christus lux mundi est), cada vez se entenebra más en las idolatrías humanistas de nuestra época (no quiero pronunciar la palabra fornicación, pero esa es la me pide el cuerpo por ser la que utilizaban los profetas de antaño para denunciar el contubernio de la religión judía con los ídolos de su tiempo (Ez. 16, Os. 1 y 3). Y ahora, como nunca, parecen más comprensibles aquellas palabras que leemos en el Libro del Apocalipsis, dadas por el ángel a la Iglesia de Sardes:
«Despiértate y refuerza lo que todavía queda y está a punto de morir, pues he visto que tus hechos no son perfectos delante de mi Dios. Recuerda la enseñanza que has recibido; síguela y vuélvete a Dios. Si no te mantienes despierto, iré a ti como un ladrón cuando menos te lo esperes» (Ap. 3, 2-3).
Por. Luis López Valpuesta.
Viernes 26 agosto, 2022.
Infovaticana.