Hoy el Evangelio nos narra aquel encuentro de Jesús con un doctor de la ley, un buen conocedor de la ley, quien le interroga con la intención de ponerle una trampa; pero al ver que Jesús no cayó en ella, no queriendo darse por vencido le lanza una segunda pregunta: “¿Quién es mi prójimo?” Pregunta que da lugar al gran relato, el del “Buen Samaritano”. Es una parábola muy cercana a la realidad, cualquier ser humano sin nombre, sin raza, sin religión o nacionalidad, cae al borde del camino, casi asesinado por el egoísmo y la avaricia humana. Pasan dos funcionarios del templo, un sacerdote y un levita, haciendo rodeo para no contaminarse con el herido pues tenían la mente puesta en la ley y en el templo. Tocarlo les quitaba la pureza y los impedía para cumplir el oficio en el culto. Quizá venían rezando y para no caer en impureza rodean al herido, cierran los ojos ante la necesidad de aquel hombre que está al borde del camino. Luego pasa un extranjero, un samaritano que no se detiene a pensar si el herido pertenece o no a su pueblo, se compadece al verlo, es decir, que siente sus propios dolores, toma como suyas sus heridas, no sólo lo observa, actúa movido por la compasión, sin preocuparse de la ley, su amor es desinteresado, personal y eficaz. Se acerca, no le importa quién es, no se pregunta si es prójimo, no le importa la impureza legal de la ley, cura las heridas, usa lo que tiene a su mano, lo sube a su montura, es capaz de dejar su lugar que ocupa para trasladarse de manera más cómoda; lo lleva a un mesón y cuida de él, no le importa gastar en aquel extraño lo que tiene. Encontramos un samaritano humanizado, que se preocupa por el dolor ajeno.
Aquella pregunta del doctor de la ley “¿quién es mi prójimo?”, Jesús la cambia al final, ¿cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones? Con esta pregunta Jesús sitúa la discusión en otro plano, no quién es mi prójimo legalmente, sino quién se considera y actúa como prójimo. La búsqueda del prójimo deja de ser legal para transformarse en un asunto de actitudes personales de humanidad.
En tiempo de Jesús, aquel camino que bajaba de Jerusalén a Jericó estaba acechado por salteadores sin escrúpulos, que robaban, que golpeaban y eran capaces de asesinar para obtener algunos bienes. Los tiempos no han cambiado, por nuestros caminos y en nuestros pueblos, encontramos a muchas personas que están al borde del camino sin pertenencias o heridos sin poder hacer algo por sí mismos. En el mundo, en nuestro país, se multiplican los caminos de Jericó y en esos caminos hay muchos heridos, jóvenes descontrolados y víctimas de traficantes sin conciencia; mujeres maltratadas, mujeres explotadas y engañadas por los bajos instintos; niños sin nacer amenazados de muerte; migrantes que caminan en la inseguridad, hay tantas y tantas personas muy necesitadas. Tenemos que ver estas necesidades, el sacerdote y el levita pasaron de largo, a veces hay accidentes de tráfico y algunos automovilistas aprietan el acelerador para no complicarse la vida.
Este relato que escuchamos me ha llevado a reflexionar en tantas personas que han sido despojadas de sus pertenencias y que han tenido que salir al extranjero, no sin antes haber experimentado la actitud fría, desinteresada, indiferente de quienes están a cargo de velar por el bien común; la indiferencia o impotencia de la Iglesia, de vecinos, de familiares. Sufrir las heridas físicas o morales y tener que avanzar sin bálsamos, sin vendas, sin montura o quizá perecer al borde del camino. Hermanos, la parábola se sigue repitiendo, no nos quedemos en que Jesús ganó una discusión ante aquel maestro de la ley, que esta parábola nos lleve más bien a pensar en la actitud que debemos tener para con los necesitados, la cercanía que debemos mostrar con el que sufre; recordemos lo que dijo un escritor de nombre Manson: ‘Mientras que la mera cercanía no crea el amor; el amor sí crea la cercanía’.
Hermanos, para el sacerdote y el levita la religiosidad era ir al templo, participar en las ceremonias, rezar y cumplir otras normas, pero los demás y sus necesidades los tenían sin cuidado. En la religiosidad de Jesús está la oración, pero la oración no es sólo hablar con Dios su Padre, es también escucharlo; la oración no es ocuparse de Dios para olvidarse del hombre, no, la oración es ocuparse de Dios para mejor servir al hombre. El domingo pasado, Jesús dijo a los setenta y dos discípulos: “¡Pónganse en camino y no se detengan a saludar a nadie…!”, pero nunca les dijo: ‘No se detengan al encontrar a un hermano caído, necesitado, al borde del camino’.
Ser discípulos de Jesús, no es sólo conocer su doctrina, fortalecer la piedad, recibir algunos sacramentos; ser discípulos de Jesús implica tener las actitudes de aquel samaritano, que es Jesús mismo el ‘Buen Samaritano’, que el sufrimiento de los demás no me sea indiferente, sino que me lleve a preocuparme y a ocuparme por el que sufre. Hay muchos al borde del camino que necesitan una mano amiga, una mano de hermano; hay muchas heridas que necesitan ser curadas, atendidas.
Pensemos: ¿Nos detenemos, los vemos, somos compasivos?. Hermanos, tengamos mirada atenta, compasiva y amorosa. Y recordemos que sin riesgo es imposible practicar la misericordia.
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo para todos!