La vejez no es un momento inútil para tirar la toalla y jubilarse, dice el Papa

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A continuación publicamos el texto del mensaje del Papa Francisco para la Segunda Jornada Mundial de los Abuelos y los Ancianos, celebrada el cuarto domingo de julio – este año el 24 de julio – sobre el tema «Ustedes todavía dan frutos en la vejez» (Salmo 92:15).

“El envejecimiento es de hecho una fase de la vida que no es fácil de entender, incluso para aquellos de nosotros que ya la estamos viviendo. Aunque llega tras un largo camino, nadie nos preparó para ello, casi parece sorprendernos. Las sociedades más avanzadas gastan mucho dinero en esta edad, pero no nos ayudan a interpretarla: Proporcionan planes de cuidados, pero no proyectos de vida. Esto dificulta mirar hacia el futuro e identificar un horizonte hacia el cual vivir. Por un lado estamos tentados a desterrar la vejez ocultando nuestras arrugas y fingiendo ser jóvenes; por otro lado, parece que no tenemos más remedio que vivir desilusionados y reconciliarnos con que no tenemos más ‘fruto que dar’”.

***

Mensaje del Papa Francisco en el Día Mundial de los Abuelos y los Ancianos 2022:

Querida hermana, querido hermano:

El versículo del salmo 92 «en la vejez seguirán dando frutos» (v. 15) es una buena noticia,
un verdadero “evangelio”, que podemos anunciar al mundo con ocasión de la segunda Jornada
Mundial de los Abuelos y de los Mayores. Esto va a contracorriente respecto a lo que el mundo
piensa de esta edad de la vida; y también con respecto a la actitud resignada de algunos de nosotros,
ancianos, que siguen adelante con poca esperanza y sin aguardar ya nada del futuro.

La ancianidad a muchos les da miedo. La consideran una especie de enfermedad con la que
es mejor no entrar en contacto. Los ancianos no nos conciernen —piensan— y es mejor que estén lo
más lejos posible, quizá juntos entre ellos, en instalaciones donde los cuiden y que nos eviten tener
que hacernos cargo de sus preocupaciones. Es la “cultura del descarte”, esa mentalidad que,
mientras nos hace sentir diferentes de los más débiles y ajenos a sus fragilidades, autoriza a
imaginar caminos separados entre “nosotros” y “ellos”. Pero, en realidad, una larga vida —así
enseña la Escritura— es una bendición, y los ancianos no son parias de los que hay que tomar
distancia, sino signos vivientes de la bondad de Dios que concede vida en abundancia. ¡Bendita la
casa que cuida a un anciano! ¡Bendita la familia que honra a sus abuelos!

La ancianidad, en efecto, no es una estación fácil de comprender, tampoco para nosotros que
ya la estamos viviendo. A pesar de que llega después de un largo camino, ninguno nos ha preparado
para afrontarla, y casi parece que nos tomara por sorpresa. Las sociedades más desarrolladas
invierten mucho en esta edad de la vida, pero no ayudan a interpretarla; ofrecen planes de
asistencia, pero no proyectos de existencia. [1] Por eso es difícil mirar al futuro y vislumbrar un horizonte hacia el cual dirigirse. Por una parte, estamos tentados de exorcizar la vejez escondiendo las arrugas y fingiendo que somos siempre jóvenes, por otra, parece que no nos quedaría más que vivir sin ilusión, resignados a no tener ya “frutos para dar”.

 

El final de la actividad laboral y los hijos ya autónomos hacen disminuir los motivos por los
que hemos gastado muchas de nuestras energías. La consciencia de que las fuerzas declinan o la
aparición de una enfermedad pueden poner en crisis nuestras certezas. El mundo —con sus tiempos
acelerados, ante los cuales nos cuesta mantener el paso— parece que no nos deja alternativa y nos
lleva a interiorizar la idea del descarte. Esto es lo que lleva al orante del salmo a exclamar: «No me
rechaces en mi ancianidad; no me abandones cuando me falten las fuerzas» (71,9).

 

Pero el mismo salmo —que descubre la presencia del Señor en las diferentes estaciones de
la existencia— nos invita a seguir esperando. Al llegar la vejez y las canas, Él seguirá dándonos
vida y no dejará que seamos derrotados por el mal. Confiando en Él, encontraremos la fuerza para
alabarlo cada vez más (cf. vv. 14-20) y descubriremos que envejecer no implica solamente el
deterioro natural del cuerpo o el ineludible pasar del tiempo, sino el don de una larga vida.
¡Envejecer no es una condena, es una bendición!

Por ello, debemos vigilar sobre nosotros mismos y aprender a llevar una ancianidad activa
también desde el punto de vista espiritual, cultivando nuestra vida interior por medio de la lectura
asidua de la Palabra de Dios, la oración cotidiana, la práctica de los sacramentos y la participación
en la liturgia. Y, junto a la relación con Dios, las relaciones con los demás, sobre todo con la
familia, los hijos, los nietos, a los que podemos ofrecer nuestro afecto lleno de atenciones; pero
también con las personas pobres y afligidas, a las que podemos acercarnos con la ayuda concreta y
con la oración. Todo esto nos ayudará a no sentirnos meros espectadores en el teatro del mundo, a
no limitarnos a “balconear”, a mirar desde la ventana. Afinando, en cambio, nuestros sentidos para
reconocer la presencia del Señor, [2] seremos como “verdes olivos en la casa de Dios” (cf. Sal 52,10), y podremos ser una bendición para quienes viven a nuestro lado.

 

La ancianidad no es un tiempo inútil en el que nos hacemos a un lado, abandonando los
remos en la barca, sino que es una estación para seguir dando frutos. Hay una nueva misión que nos
espera y nos invita a dirigir la mirada hacia el futuro. «La sensibilidad especial de nosotros
ancianos, de la edad anciana por las atenciones, los pensamientos y los afectos que nos hacen más
humanos, debería volver a ser una vocación para muchos. Y será una elección de amor de los
ancianos hacia las nuevas generaciones».[3] Es nuestro aporte a la revolución de la ternura, [4] una revolución espiritual y pacífica a la que los invito a ustedes, queridos abuelos y personas mayores, a ser protagonistas.

 

El mundo vive un tiempo de dura prueba, marcado primero por la tempestad inesperada y
furiosa de la pandemia, luego, por una guerra que afecta la paz y el desarrollo a escala mundial. No
es casual que la guerra haya vuelto en Europa en el momento en que la generación que la vivió en el
siglo pasado está desapareciendo. Y estas grandes crisis pueden volvernos insensibles al hecho de
que hay otras “epidemias” y otras formas extendidas de violencia que amenazan a la familia
humana y a nuestra casa común.

Frente a todo esto, necesitamos un cambio profundo, una conversión que desmilitarice los
corazones, permitiendo que cada uno reconozca en el otro a un hermano. Y nosotros, abuelos y
mayores, tenemos una gran responsabilidad: enseñar a las mujeres y a los hombres de nuestro
tiempo a ver a los demás con la misma mirada comprensiva y tierna que dirigimos a nuestros nietos.
Hemos afinado nuestra humanidad haciéndonos cargo de los demás, y hoy podemos ser maestros de
una forma de vivir pacífica y atenta con los más débiles. Nuestra actitud tal vez pueda ser
confundida con debilidad o sumisión, pero serán los mansos, no los agresivos ni los prevaricadores,
los que heredarán la tierra (cf. Mt 5,5).

 

Uno de los frutos que estamos llamados a dar es el de proteger el mundo. «Todos hemos
pasado por las rodillas de los abuelos, que nos han llevado en brazos»;[5] pero hoy es el tiempo de
tener sobre nuestras rodillas —con la ayuda concreta o al menos con la oración—, junto con los
nuestros, a todos aquellos nietos atemorizados que aún no hemos conocido y que quizá huyen de la
guerra o sufren por su causa. Llevemos en nuestro corazón —como hacía san José, padre tierno y
solícito— a los pequeños de Ucrania, de Afganistán, de Sudán del Sur.

 

Muchos de nosotros hemos madurado una sabia y humilde conciencia, que el mundo tanto
necesita. No nos salvamos solos, la felicidad es un pan que se come juntos. Testimoniémoslo a
aquellos que se engañan pensando encontrar realización personal y éxito en el enfrentamiento.
Todos, también los más débiles, pueden hacerlo. Incluso dejar que nos cuiden —a menudo personas
que provienen de otros países— es un modo para decir que vivir juntos no sólo es posible, sino
necesario.

 

Queridas abuelas y queridos abuelos, queridas ancianas y queridos ancianos, en este mundo
nuestro estamos llamados a ser artífices de la revolución de la ternura. Hagámoslo, aprendiendo a
utilizar cada vez más y mejor el instrumento más valioso que tenemos, y que es el más apropiado
para nuestra edad: el de la oración. «Convirtámonos también nosotros un poco en poetas de la
oración: cultivemos el gusto de buscar palabras nuestras, volvamos a apropiarnos de las que nos
enseña la Palabra de Dios».[6]

 

Nuestra invocación confiada puede hacer mucho, puede acompañar el
grito de dolor del que sufre y puede contribuir a cambiar los corazones. Podemos ser «el “coro”
permanente de un gran santuario espiritual, donde la oración de súplica y el canto de alabanza
sostienen a la comunidad que trabaja y lucha en el campo de la vida».[7]

 

Es por eso que la Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores es una ocasión para
decir una vez más, con alegría, que la Iglesia quiere festejar con aquellos a los que el Señor —como
dice la Biblia— les ha concedido “una edad avanzada”. ¡Celebrémosla juntos! Los invito a anunciar
esta Jornada en sus parroquias y comunidades, a ir a visitar a los ancianos que están más solos, en
sus casas o en las residencias donde viven. Tratemos que nadie viva este día en soledad. Tener
alguien a quien esperar puede cambiar el sentido de los días de quien ya no aguarda nada bueno del
futuro; y de un primer encuentro puede nacer una nueva amistad. La visita a los ancianos que están
solos es una obra de misericordia de nuestro tiempo.

Pidamos a la Virgen, Madre de la Ternura, que nos haga a todos artífices de la revolución de
la ternura, para liberar juntos al mundo de la sombra de la soledad y del demonio de la guerra.
Que mi Bendición, con la seguridad de mi cercanía afectuosa, llegue a todos ustedes y a sus
seres queridos. Y ustedes, por favor, no se olviden de rezar por mí.

 

Roma, San Juan de Letrán, 3 de mayo de 2022, fiesta de los santos apóstoles Felipe y
Santiago.

FRANCISCO

____________________
[1] Catequesis sobre la vejez, 1: “La gracia del tiempo y la alianza de las edades de la vida” (23 febrero 2022).
[2] Ibíd., 5: “La fidelidad a la visita de Dios para la generación que viene” (30 marzo 2022).
[3] Ibíd., 3: “La ancianidad, recurso para la juventud despreocupada” (16 marzo 2022).
[4] Catequesis sobre san José, 8: “San José padre en la ternura” (19 enero 2022).
[5] Homilía durante la Santa Misa, I Jornada Mundial de los Abuelos y de los Mayores (25 julio 2021).
[6] Catequesis sobre la familia, 7: “Los abuelos” (11 marzo 2015).
[7] Ibíd.

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