Hemos vivido una semana intensa para nuestra fe, celebrando el gran misterio cristiano de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús. La alegría nos invade, ¡Jesús está vivo! y vive entre nosotros, no pudo ser retenido por una tumba, con Él no pudieron los poderes de este mundo, ni la muerte.
El Evangelio nos recuerda la situación de aquellos seguidores de Jesús, a quienes desde la aprehensión del huerto, les entro el miedo y un deseo tan grande de conservar la vida, que cuando crucificaron a su Maestro, se guardaron a puerta cerrada. Aquel que les había despertado las esperanzas en una humanidad nueva, al que habían seguido, ahora lo retenía una tumba. Era la última imagen que tenían, aquella roca tapando la tumba de su Maestro. La desolación, el abandono, tuvo que invadir sus corazones; las cosas habían cambiado, Judas lo había vendido y se había apartado del grupo, Pedro lo había negado, y esa situación le quitaba autoridad para animar a los demás, se seguía culpando, y así cada uno se refugiaba en sus pensamientos, valoraba sus miedos, veía cómo sus esperanzas se derrumbaban.
Nos dice el Evangelio: “El primer día, después del sábado, estando todavía oscuro, fue María Magdalena al sepulcro y vio removida la piedra que lo cerraba”. Muchas razones pudieron llevarla allí, lo que nos interesa es, que aquella congoja que invade su corazón se agranda porque el sepulcro tiene la piedra removida; ella piensa: “Se han llevado del sepulcro al Señor, se han robado el cuerpo”. Es comprensible su manera de razonar, ya que no era viable pensar la resurrección, aunque muchas veces se los hubiera expresado Jesús. María Magdalena regresa corriendo a contar que la tumba está vacía; Pedro y Juan acuden y se encuentran con los lienzos y el sudario doblado, pero el sepulcro está vacío, el cuerpo no está.
De Pedro se dice que contempló los lienzos y el sudario; del otro discípulo se dice: “Vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras”. Aquellos que han sufrido con la pasión de su Maestro, que han sentido sus esperanzas destrozadas, que han vivido la desilusión, ahora están frente a un sepulcro vacío; la incertidumbre quizá se apodera de sus mentes y corazón; tal vez se dan cuenta que no es el fin, es el inicio de una vida con la presencia de Jesús distinta, más no distante. Jesús sigue vivo, Jesús estará presente de una manera diferente en medio de ellos. La tumba vacía no es una prueba de la resurrección, lo primero que pensaron fue que se habían robado el cuerpo.
Hermanos, cuando enterramos a un ser querido, nos queda una tumba para llevarle flores, para rezarle, para recordar que un día también moriremos. Jesús tuvo una tumba prestada, pero había un lugar a donde acudirían sus seguidores para recordarlo. La muestra está en María Magdalena, que acudió muy de mañana, quizá aún no aceptaba su partida. En nuestros días, hay muchas personas que no han tenido la gracia de ser enterradas, de tener un lugar donde sus familiares les lleven alguna flor, un lugar donde les lloren. Este Evangelio me ha hecho recordar a tantas personas que me dicen: ‘Pida Señor Obispo por mi hermano, por mi esposo, por mi hijo, que está perdido, desaparecido’. Nuestra gente sabe que quizá ya no están con vida, pero no han podido enterrar sus cuerpos, no tienen un lugar donde llorarlos, donde llevarles flores. Y me dicen: ‘Quisiera encontrarlo, como sea, pero encontrarlo, vivo o muerto’. María Magdalena se encontró con una tumba vacía. En nuestra Nación se siguen encontrando tumbas clandestinas, no vacías, sino llenas de cuerpos; cuerpos sin nombres, cuerpos que sus familias los siguen esperando, cuerpos que un día fueron reclamados a las autoridades.
Hermanos, la Pascua de Resurrección es luz, gozo, vida nueva. Lo esencial no es resucitar dentro de diez, veinte o cincuenta años, sino vivir ahora como resucitados. Pascua significa que podemos resucitar, que podemos experimentar una vida nueva. Como cristianos creemos en la vida eterna que ha comenzado ya, que se vive desde ahora. Para que la Pascua sea una realidad plena, se debe aceptar la muerte de esta zona de la propia alma, en la que están demasiado vivos los intereses, los rencores, temores, tristezas, egoísmos; y hay que resucitar en esa zona en la que estamos demasiado muertos, resucitar a la fe en Cristo, a la esperanza, al perdón, al amor, a la paz, a la alegría. Jesús vive entre nosotros con una presencia nueva. Con esta alegría no hay motivo para vivir tristes; nuestro cristianismo es de triunfo, porque Jesús ha vencido a la muerte, es un triunfo que pasa por la pasión, el sufrimiento. Les invito para que nuestros sufrimientos no opaquen la alegría de la Resurrección. Alegrémonos, porque Cristo ha vencido y su Resurrección nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde los hombres ponemos muerte. La pasión por la vida, propia del que cree en la resurrección debe impulsarnos a hacernos presentes allí donde se produce muerte para luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida. Esta actitud de defensa de la vida, nace de la fe en un Dios resucitador y amigo de la vida, y debe ser firme y coherente en todos los frentes. Quizá debe ser ésta la pregunta que debamos hacernos este día de la Pascua: ¿Sabemos defender la vida con firmeza en todos los frentes? ¿Cuál es nuestra postura ante las muertes violentas, ante la guerra, genocidio de tantos pueblos, ante el aborto, ante la destrucción lenta de los marginados, ante el creciente aumento de pobres que mueren en su pobreza, no obstante, tantos programas gubernamentales?.
“¡El Señor ha resucitado verdaderamente, aleluya!”
Les bendigo a todos, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. ¡Feliz domingo de Resurrección para todos!
Mons. Cristóbal Ascencio García
Obispo de Apatzingán.