Celebramos a San Juan de Dios, fundador de la Orden de los Hospitalarios

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–Gran santo, realmente.

–Los santos de Cristo son mucho más grandes de lo que nosotros, pobreticos, alcanzamos a imaginar.

San Juan de Dios (+1550)

En 1495 nace Joâo Cidade Duarte en Montemor-o-Novo, Portugal. A los 12 años trabaja como pastor en Oropesa (Toledo, España) y a los 27 se alista en el ejército, donde permanece y combate hasta 1532. Pasa a Ceuta, África, como servidor de un caballero, se hace allí vendedor de libros, vuelve a España en 1538 y establece una librería en Granada. Al año siguiente se produce su conversión, oyendo una predicación de San Juan de Ávila. Se desprende de todo, y vaga por la ciudad como un loco. Es encerrado por un tiempo en el Hospital, donde conoce la situación miserable de pobres y enfermos. Dedica en delante su vida a servirlos, recibe del Obispo el nombre de «Juan de Dios», funda un Hospital y reúne discípulos, que vienen a formar una Orden Hospitalaria, la de los Hermanos de San Juan de Dios. Esta Orden llegará a multiplicar su caritativa presencia en los cinco continentes. Muere Juan de Dios en Granada a los 55 años, y es canonizado en 1690.

Manuel Gómez-Moreno, en Primicias históricas de San Juan de Dios (Madrid 1950), reproduce, con otros documentos, la primera vida escrita sobre el Santo, 35 años después de su muerte: Historia de la vida y santas obras de Juan de Dios, y de la institución de su Orden, y principio de su Hospital. Compuesta por el Maestro Francisco de Castro, sacerdote, Rector del mismo hospital de Juan de Dios de Granada, Granada 1585 (= Castro).

Ora et labora. «Aunque al hermano Juan de Dios le había nuestro Señor particularmente llamado para las obras de Marta, en las cuales se ocupaba lo más del tiempo, no por eso se olvidaba de las de María. Porque todo el tiempo que le sobraba lo ocupaba en oración y meditación; tanto, que muchas veces se le pasaban las noches enteras llorando y gimiendo y pidiendo a nuestro Señor perdón y el remedio para las necesidades que veía… Y así no emprendía cosa ninguna que no la encomendaba primero, y hacía encomendar muy de veras a nuestro Señor. Y con esto hacía tanta guerra al demonio, que siempre salía victorioso de las batallas que con él tenía, que fueron muchas, invisibles y visibles» (Castro cp. XVIII: Gómez-Moreno 86).

La oración es el arma principal en sus trabajos y en su vida espiritual. En carta al caballero Gutierre Lasso de la Vega le escribe:… «Estoy aquí empeñado y cautivo por solo Jesucristo, pues debo más de doscientos ducados de camisas, capotes, zapatos, sábanas, mantas y de otras muchas cosas que son necesarias en esa Casa de Dios, y también para la educación de niños que aquí dejan. Por lo cual, hermano mío muy amado y querido en Cristo Jesús, viéndome tan empeñado que muchas veces no salgo de casa por las deudas que debo; viendo padecer tantos pobres, mis hermanos y prójimos, y con tantas necesidades tanto del cuerpo como del alma, como no los puedo socorrer estoy muy triste; pero confío en Jesucristo, que Él me librará de las deudas, pues conoce mi corazón… Jesucristo es fiel y durable: Jesucristo lo prevé todo, a Él sean dadas las gracias por siempre jamás, amén Jesús»…

«Por tanto, hermano mío muy amado en Jesucristo, no dejéis de rogar por mí, que me dé gracia y fuerza para que pueda resistir y vencer al mundo, al diablo y a la carne, y me dé humildad, paciencia y caridad con mis prójimos, me deje confesar todos mis pecados y obedecer a mi confesor, despreciarme a mí mismo y amar sólo a Jesucristo; tener y creer todo como lo tiene y cree la Santa Madre Iglesia, así lo tengo yo y creo verdaderamente; de aquí no salgo, echo mi sello y cierro con mi llave» (Gómez-Moreno 140-141).

Ama juntamente a Dios y a los hombres. «Del mucho amor que Juan de Dios tenía a nuestro Señor le procedía un deseo fervientísimo, que fuese honrado en todas sus criaturas. Y así lo procuraba como principal fin en todas sus obras, que de ellas resultase gloria y honra de nuestro Señor; de suerte que la cura del cuerpo fuese medio para la del alma.

«Y jamás administró lo temporal a alguno, que con ello no procurase juntamente remediar su alma, si de ello tenía necesidad, con santas y fervientes amonestaciones, como él mejor podía, encaminando a todos a la carrera de la salud, predicando más con vivas obras que palabras el menosprecio del mundo y la burlería de sus engaños, y el tomar su cruz y seguir a Jesucristo» (Castro cp. XIX: Gómez-Moreno 86).

La pasión de Cristo conforta a los que sufren. En carta a una bienhechora suya, doña María de Mendoza, Duquesa de Sesa, que se veía afligida por algunas penas, le escribe San Juan de Dios: «Confiad sólo en Jesucristo: maldito sea el hombre que confía en el hombre [Jer 17,5]; de los hombres has de ser desamparado, que quieras o no; mas de Jesucristo no, que es fiel y durable: todo perece sino las buenas obras

«No estéis desconsolada, consolaos con solo Jesucristo; no querais consuelo en esta vida sino en el cielo, y lo que Dios os quisiera acá dar dadle siempre gracias por ello. Cuando os vieres apasionada [sufriendo], recorred a la Pasión de Jesucristo, nuestro Señor, y a sus preciosas llagas y sentireis gran consolación. Mirad toda su vida, ¿qué fue sino trabajos para darnos ejemplo? De día predicaba y de noche oraba; pues nosotros, pecadorcitos y gusanitos, ¿para qué queremos descanso y riqueza?, pues que aunque tuviésemos todo el mundo por nuestro no nos haría un punto mejores, ni nos contentaríamos con más que tuviésemos. Sólo aquel está contento que despreciadas todas las cosas ama a Jesucristo. Dadlo todo por el todo que es Jesucristo, como vos lo dais y lo quereis dar, buena Duquesa, y decid que más quereis a Jesucristo que a todo el mundo, fiando siempre en él, y por él quereis a todos para que se salven.

«O, buena Duquesa. Cómo estáis sola y apartada, como la casta tortolica, en esa villa, fuera de conversación de Corte, esperando al buen Duque [estaba de viaje], vuestro generoso y humilde marido, siempre en oraciones y limosnas haciendo siempre caridad, para que le alcance parte a vuestro generoso y humilde marido el buen Duque de Sesa, y le guarde Cristo el cuerpo de peligro y el alma de pecado» (M. Gómez-Moreno, 144-145).

Un último consejo y un regalo. A la misma señora escribe San Juan de Dios poco antes de morir: «no sé si os veré ni hablaré más; Jesucristo os vea y hable con vos. Es tan grande el dolor que me da este mi mal, que no puedo echar el habla del cuerpo; no sé si podré acabar de escribir esta carta… Mándole [al compañero Angulo] que os lleve mis armas [mi escudo] que son tres letras de hilo de oro, las cuales están en raso dorado. Éstas tengo yo guardadas desde que entré en batalla con el mundo: guardadlas muy bien con esta cruz, para darlas al buen duque, cuando Dios lo traiga con bien.

«Están en raso colorado, porque siempre tengais en vuestra memoria la preciosa sangre que nuestro Señor Jesucristo derramó por todo el género humano y sacratísima pasión, porque no hay más alta contemplación que es la pasión de Jesucristo, y cualquiera que de ella fuera devoto no se perderá con ayuda de Jesucristo» (ib. 159).

Cuando estaba moribundo el santo, echado sobre unas tablas y tan rodeado de pobres que no le dejaban reposar, una señora amiga suya y bienhechora de sus pobres, doña Ana Osorio, casada con el noble don García de Pisa, quiso llevarlo a su palacio, pero él se resistía absolutamente. La señora entonces consiguió que el Sr. Arzobispo, don Pedro Guerrero, se lo mandase «en virtud de santa obediencia». Y lo llevaron al palacio en una silla de manos.

Agravándose la enfermedad, «sintiendo en sí que se llegaba su partida, se levantó de la cama y se puso en el suelo de rodillas abrazándose a un Crucifijo, donde estuvo un poco callando, y de ahí a un poco dijo: “Jesús, Jesús, en tus manos me encomiendo”. Y diciendo esto con voz recia y bien inteligible, dió el alma a su Creador, siendo de edad de cincuenta y cinco años, habiendo gastado los doce de éstos en servir a los pobres en el hospital de Granada». (Recuerdo aquí que doce años más tarde, según testifica Santa Teresa, San Pedro de Alcántara, después de rezar en latín la frase del Salmo 121, “¡qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor», “hincado de rodillas murió” (Vida 27,18)

«Y sucedió una cosa harto digna de admiración…: que después de muerto quedó su cuerpo fijo de rodillas sin caerse por espacio de un cuarto de hora, y quedara así hasta hoy con aquella forma, si no fuera por la simpleza de los que estaban presentes, que como lo vieron así, les pareció inconveniente, si se helaba [si se quedaba rígido], y con dificultad lo estiraron para amortajarlo, y le hicieron perder aquella forma de estar de rodillas» (Castro cp. XX: ib. 95).

Este milagroso suceso está confirmado en la documentación del Proceso de beatificación (1622-1623), incoado por orden del Sr. Nuncio en el Hospital Antón Martín de Madrid. Son varios los testigos presenciales que declaran lo mismo que refiere Francisco de Castro. Transcribo en extracto solamente algunos testimonios:

«Tº 108. El maestro Bernabé Ruiz, vecino de Albolote, de 91 años. “Al bendito padre J. de D. lo llevaron a casa de los Pisas por los últimos de febrero del año mil y quinientos y cincuenta, y estuvo en casa de los Pisas nueve o diez días, y luego murió. Vió [el testigo] al bendito padre J. de D. un sábado a las cuatro y media de la mañana en una cuadra [sala o pieza espaciosa] en casa de los Pisas, hincado de rodillas en el suelo, difunto, puesto su hábito y con un Cristo en las manos, algo inclinada la cabeza a los pies de Cristo, como que los iba a besar, y con un olor maravilloso. Y este testigo y algunos quisieran llegar al bendito cuerpo y no les dejaron, porque había acudido tanta gente y tan grave, con ser antes que amaneciese, que ya no cogía la casa. Y este testigo no tocó la cama en que había estado acostado cuando se levantó para morir: era de damasco con muchos alamares de oro”».

«Tº 69. “Vió muerto al bendito padre J. de D., el cual estaba en el suelo en una sala en las casas de García de Pisa, hincado de rodillas y con su hábito y con un Crucifijo en las manos. Y a la maravilla de una cosa como ésta, acudió toda la ciudad y los señores oidores y alcaldes de corte. Y en particular este testigo vió a Lebrija y Sedeño, ambos alcaldes de corte, que entraron y estuvieron muchas horas hasta que, como acudió tanta gente, lo hicieron quitar y lo mandaron poner en su caja”» (Gómez-Moreno 287 y 291).

He querido terminar esta serie sobre La devoción a la Cruz recordando a San Juan de Dios. Ahí lo vemos recién muerto, hincado en el suelo de rodillas, con su hábito, sosteniendo en la mano una cruz, fijos sus ojos y su corazón en Jesús crucificado, que al precio de su sangre nos redimió a los pecadores en la Cruz sagrada.

Ave Crux, spes unica!

José María Iraburu, sacerdote.

 

Infocatólica.

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