- Reflexión para meditar el sábado de la 5.ª semana del tiempo ordinario.
- Los temas propuestos son: Jesús mira con misericordia a la gente; Dios cuenta con nosotros para realizar sus milagros; ofrecer al Señor nuestras cosas ordinarias.
- Jesús mira con misericordia a la gente.
- Dios cuenta con nosotros para realizar sus milagros.
- Ofrecer al Señor nuestras cosas ordinarias.
JESÚS, AL MIRAR la cantidad de gente que lo seguía, dijo: «Me da mucha pena la muchedumbre, porque ya llevan tres días conmigo y no tienen qué comer» (Mc 8,2). Se trata de la segunda multiplicación de los panes que nos relata el evangelista Marcos; esta vez son cuatro mil personas las que fueron alimentadas por el Señor, a partir de siete panes y unos pocos peces (cfr. Mc 8,1-10). Este prodigio no surge de una petición explícita de la gente: es Jesús mismo el que descubre, con su mirada, que la humanidad adolece de algo. Y por iniciativa propia decide poner remedio. «Hambrientos y sedientos, desfallecían sus almas» (Sal 107,5), dice el salmista; pero Dios, en su soberana libertad, responde por boca del profeta: «Yo apagaré la sed de gargantas resecas, y restauraré toda alma agotada» (Jer 31,25). Cuando el evangelista nos dice que Jesús «sintió pena» de la multitud hambrienta, atisbamos, como por una pequeña rendija, el amor Trinitario del que surgió la encarnación del Verbo.
«El hecho de la Encarnación, de Dios que se hace hombre como nosotros, nos muestra el inaudito realismo del amor divino. El obrar de Dios, en efecto, no se limita a las palabras, es más, podríamos decir que Él no se conforma con hablar, sino que se sumerge en nuestra historia y asume sobre sí el cansancio y el peso de la vida humana (…). Este modo de obrar de Dios es un fuerte estímulo para interrogarnos sobre el realismo de nuestra fe, que no debe limitarse al ámbito del sentimiento, de las emociones, sino que debe entrar en lo concreto de nuestra existencia, debe tocar nuestra vida de cada día y orientarla también de modo práctico»1. El realismo del amor divino se traduce en el deseo de alimentar a sus hijos. La misericordia de la mirada de Cristo hacia la gente que lo seguía, y que le mueve a obrar el milagro de la multiplicación de los panes, es la misma que Dios sigue teniendo con cada uno de nosotros.
CUANDO JESÚS ANUNCIA su deseo de alimentar a la muchedumbre, los apóstoles ponen a sus pies una aportación claramente insuficiente: pocos panes acompañados de unos cuantos peces. Evidentemente, desde el punto de vista humano, aquella empresa era imposible: no quedaba más remedio que despedir a la muchedumbre y que cada familia buscase su propia alimentación. Sin embargo, la otra opción es entrar en la aventura de Jesús. Y esto implica que, aunque el Señor podría realizar sin ninguna ayuda aquel milagro, él espera recibir algo de sus apóstoles, al menos una pequeña manifestación de no querer conformarse con despedir a la gente. El razonamiento de Cristo es similar al de un enamorado: no se trata simplemente de hacer algo, sino que se trata de hacerlo juntos. Lo extraordinario tiene su origen en Dios, pero quiere hacerlo a través de lo ordinario que aportamos nosotros.
San Josemaría solía recordar el momento en que vio a unos pescadores que, al sacar del agua una gran cantidad de peces, no quitaban de en medio a un pequeño que había puesto sus manos entre las redes. «Aquellos pescadores rudos; nada refinados, debieron de sentir su corazón estremecerse y permitieron que el pequeño colaborase; no lo apartaron, aunque más bien estorbaba. Pensé en vosotros y en mí; en vosotros, que aún no os conocía, y en mí; en ese tirar de la cuerda todos los días, en tantas cosas. Si nos presentamos ante Dios Nuestro Señor como ese pequeño, convencidos de nuestra debilidad pero dispuestos a secundar sus designios, alcanzaremos más fácilmente la meta: arrastraremos la red hasta la orilla, colmada de abundantes frutos, porque donde fallan nuestras fuerzas, llega el poder de Dios»2.
Entonces vamos descubriendo cómo las obras de Dios son también nuestras, ya que él mismo ha querido involucrarnos en esa tarea. Vivimos en una época histórica concreta, en lugar concreto, acompañados de personas específicas: Cristo quiere hacernos partícipes de su deseo por alimentar a esa muchedumbre que tiene sed de la plena felicidad que el Hijo de Dios trae al mundo.
RECORDAR EL MILAGRO de la multiplicación de los panes nos puede servir para ilustrar de manera gráfica cómo ha sido la vida de los santos. Ellos han sido personas como nosotros, de carne y hueso, con defectos, errores, limitaciones. La gran mayoría de ellos, de entrada, no tenían una influencia particular en las decisiones de la sociedad ni en las personas que les rodeaban. Sin embargo, el encuentro personal con Cristo los llevó a darse cuenta de que su tarea era ofrecer «los panes y los peces» que tenían a su alcance; después, el Señor se encargaría de alimentar a la multitud.
Cada santo es un recordatorio de que para cambiar el mundo «no hay una varita mágica, pero hay cosas pequeñas cada día que tenemos que aprender. Cambiar el mundo con las pequeñas cosas de cada día, con la generosidad, el compartir, la creación de estas actitudes de hermandad»3. Existen muchísimos ejemplos, como el santo cura de Ars o santa Teresita de Lisieux que, prácticamente sin moverse de su sitio, dejaron una huella profundísima en muchas almas. También nosotros, cristianos corrientes en medio del mundo, podemos colaborar en esa multiplicación de alimento a partir de aquella profunda convicción de san Josemaría: «¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces»4.
Santa María es el mejor ejemplo de una persona que supo poner todo lo suyo al servicio del Señor. No importa si son pocos o muchos panes: lo importante es poner a los pies de Jesús lo que tengamos. De ese modo, seremos testigos de los prodigios de un Padre que anhela saciar el hambre de todos sus hijos.
1 Benedicto XVI, Audiencia, 9-I-2013.
2 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 14.
3 Francisco, Discurso, 2-VI-2017.
4 San Josemaría, Camino, n. 815.