Fabrice Hadjadj: “La obsesión por la salud y la felicidad es una perspectiva de los que están enfermos”

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En las semanas de confinamiento, Fabrice Hadjadj, filósofo con una treintena de libros en su haber y director del Instituto Anthropos de Friburgo, ha impartido una serie de lecciones por vídeo sobre el tema de la pandemia del Covid-19 que se pueden ver en YouTube bajo la sigla Fab Lab. Le hemos pedido que profundice algunos de los puntos abordados y de sus afirmaciones.

En su serie de lecciones por vídeo en las que reflexiona desde un punto de vista histórico-filosófico-religioso sobre la epidemia del Covid-19, que se pueden ver en YouTube, usted hace un paralelismo entre contagio viral y contagio sacramental: en los sacramentos la gracia se transmite por contacto o en la cercanía, exactamente como la peste. ¿Qué deberíamos aprender de esta analogía?

En hebreo, palabras idénticas en lo que respecta a las consonantes, se transforman en palabras con distinto significado cuando se añaden las vocales (en hebreo, como en árabe, se escriben solo las consonantes de las palabras, mientras que las vocales las introduce el lector basándose en el contexto, ndt). Por ejemplo, la palabra escrita DBR da dos palabras distintas cuando se añaden las vocales: dabar, la palabra, y deber, la peste. Sucede que la Biblia judía está escrita exclusivamente con consonantes, por lo que solo el contexto indica la mejor manera de leerla. El lector de esta Biblia tiene constantemente a la vista una ambigüedad: ¿hay que leer “peste”? ¿Hay que leer “palabra”? Le toca a él disolver esta ambigüedad para nuestros oídos. Como está escrito en el libro de los Proverbios: «Muerte y vida dependen de la lengua» (18, 21). Todos los dones implican un drama porque podemos hacer de ellos un buen o un mal uso. La Pascua se convierte en peste para quien, liberado de sus cadenas, aprovecha para convertirse en un nuevo faraón. Lo mismo vale para la Eucaristía. Su efecto depende de mi disposición: «Quien come y bebe sin discernir el cuerpo come y bebe su condenación» (1 Cor 11, 29). Este es el primer punto, que se opone radicalmente a la mentalidad tecnocrática, que cree en procedimientos que funcionan de manera automática. Sus analgésicos deberían eliminar el dolor automáticamente. Pero la hostia no es una aspirina. Con ella, como con toda gracia, nos podemos transformar en mejores, pero también en peores. Con la venida de Cristo, se puede vivir con Dios o matarlo (y de manera más general, vivir con él después de haberlo matado), algo imposible antes.

El segundo punto, no menos importante, es el del carácter carnal de la religión cristiana. Para recibir plenamente la gracia, conforme a lo que quiere Cristo, es necesaria una cercanía física con un sacerdote y también con otros fieles, es decir, con personas concretas, a menudo antipáticas y, por ende, magníficas para poner a prueba nuestra caridad. Si la gracia no se transmite nunca mejor que mediante signos sensibles, a través de un contacto carnal, entonces también los microbios pueden transmitirse con ella, y los sujetos perversos pueden aprovechar la ocasión para cometer abusos; esto nos lleva de vuelta al punto número uno, al uso de los dones maravillosos que nos han dado. El cristianismo siempre nos arranca del espiritualismo. Diría, incluso, que nos salva de la “espiritualidad”, un término que lo abarca todo y en el que cada uno intenta evadirse de su condición terrenal y de su responsabilidad hacia el prójimo.

El contagio sacramental ha sido suspendido para impedir el contagio viral. ¿Qué piensa de esta decisión, origen de no pocos debates y polémicas?

Es fácil dar lecciones de estrategia cuando la batalla ya ha acabado. Y no voy a intentarlo. Pienso en los personajes de Alessandro Manzoni. Es asombroso que la literatura italiana en prosa se funde en dos obras maestras, a saber: el Decamerón Los novios. Ambas reinventan la lengua italiana hablando de la peste. Ningún otro pueblo dispone para su lengua de una relación como esta con las epidemias, salvo tal vez los griegos, con la peste que asolaba el campo de los aqueos al inicio de la Iliada, la que devastaba Tebas al inicio de Edipo rey y la que hacía lo mismo en Atenas en el segundo libro de La guerra del Peloponeso. En los italianos, especialmente los del Norte, la pandemia ha reactivado una memoria profunda, algo que no les ha sucedido a otros europeos. Volviendo a los personajes de Manzoni, deberíamos preguntarnos: en nuestra gestión del drama, ¿hemos sido como Federico Borromeo o como don Abbondio? ¿Nuestra prudencia ha sido justa o estaba al límite de la indiferencia? Recordemos el capítulo XXXII. El cardenal arzobispo de Milán se niega a hacer una procesión con las reliquias de san Carlos Borromeo porque teme que la afluencia de la multitud, en lugar de impedir la peste gracias a las oraciones, multiplicará los contagios a causa de la confusión. Sin embargo, sufre tanta presión que acaba permitiéndola y, efectivamente, la procesión se convierte en un foco a partir del cual la peste se difunde por toda la ciudad. Resumen: convenía suspender ciertas prácticas y ordenar la cuarentena. Sin embargo, por otro lado, el mismo Federico, ejemplo de sabiduría práctica según Manzoni, recomienda a sus sacerdotes que no abandonen a su grey y que no prefieran la salud a la salvación. Les escribe: «Estad dispuestos a abandonar esta vida mortal más que a esta familia, esta prole nuestra: id con amor al encuentro de la peste, como a un premio, como a una vida, cuando se trate de ganar un alma a Cristo». Y Manzoni comenta diciendo sobre el mismo Federico Borromeo que «no descuidó las cautelas que no le impedían hacer su deber (…), aunque tampoco se cuidó del peligro, ni pareció percatarse de él, cuando, por hacer el bien, era preciso pasarlo». En este texto, que es uno de los  fundadores de la italianidad, está todo: el cuidado de conservar la propia vida, pero también la exigencia de exponerla cuando se trata de manifestar aquello que hay de más vivo en ella.

El culto católico necesita una cercanía física. ¿De qué ha sido signo la Pascua que hemos vivido, sin la participación del pueblo en la Eucaristía?

Es difícil decirlo de manera unívoca, porque el confinamiento nos ha devuelto a cada uno de nosotros a nuestra situación particular. Es precisamente este el problema de no habernos reunidos en la iglesia: las desigualdades se refuerzan, el pobre ya no está al lado del rico, el devoto ya no está sentado al lado del que va por costumbre o por casualidad. Hay personas que con el confinamiento, gracias al hecho de que su situación se lo permitía, han redescubierto la oración familiar; otras, a través de internet, se han centrado en las misas del papa; otros se han dirigido más bien al culto de Netflix; hay ancianos que han muerto solos, parejas que han empezado a estar en crisis debido al exceso de cercanía, etc. En lo que a mí respecta, el mío ha sido un tiempo excepcional del que me avergüenzo un poco, porque puedo atribuirlo tanto a la Providencia de Dios como a mis privilegios de católico relevante: hemos estado con nuestros hijos y la canguro -en total éramos diez personas-, y un amigo sacerdote venía a celebrar la misa cada domingo a nuestra casa. Hemos hecho la experiencia de la “Iglesia doméstica” pero, si bien esta situación era cómoda para nosotros (¡ya no llegábamos a misa con retraso!), si bien todo era más agradable y más práctico, vivíamos objetivamente una privación, porque no salíamos de nuestra zona de confort para salir al encuentro de otras familias, de los pobres. Creo en la parroquia, en la red que pesca 153 peces distintos. La Iglesia no es un club, es una reunión de personas, y la Pascua sin esta reunión, sin esta diversidad de rostros, sin este grupo improvisado de personas, nos hace perder el sentido católico de la salvación.

Quedan, no obstante, algunas imágenes bíblicas para interpretar el signo del que usted habla. La del arca de Noé, con el salvamento de los vivos, pero también con la separación de los hermanos una vez se llega a tierra firme. La de la Pascua judía, con los judíos reunidos en familia, cada una en su casa, con la sangre de un cordero marcando la puerta a fin de protegerse del paso del ángel exterminador. Y, por último, está la imagen que eligió el Santo Padre el pasado 27 de marzo, ante una plaza San Pedro llena, únicamente, con la noche y la lluvia: Jesús durmiendo en la barca, en medio de la tormenta. Que cada uno medite sobre estas tres imágenes, como si fueran tres tareas para nuestro tiempo: el cuidado de la Creación, el amor de la familia y la confianza en medio del desastre.

Entre los tratamientos utilizados para hacer frente al Covid-19, el que usted prefiere es la terapia con el plasma de pacientes que superan el coronavirus¿Por qué?

Hay tres tipos de tratamiento. El primero consiste en el “reposicionamiento de moléculas”: se prueba un fármaco utilizado para otras patologías y se ve si funciona, tanto desde el punto de vista terapéutico como económico. Es en este ámbito donde se ha jugado la partida entre la cloroquina y el remdesivir, es decir, entre un fármaco popular de buen precio y uno elitista, que tiene detrás el interés de un gran grupo farmacéutico. El segundo tipo de tratamiento no reutiliza lo que es antiguo, sino que fabrica un nuevo fármaco, hecho a medida para el Sars-CoV-2: hablamos de la vacuna que, por ahora, pertenece al futuro, pero que corresponde a una visión preventiva y burguesa. Por último, está el tratamiento del plasma: al enfermo se le hace una transfusión con la sangre de otra persona que ya ha pasado la enfermedad y que está, por tanto, inmunizada. Prefiero este tratamiento porque contiene un símbolo profundamente cristiano: une la travesía del mal a la ofrenda de sí a los otros, el sacrificio a la comunión.

A usted le gusta mucho Etienne Binet que, en su libro Remèdes souverains contre la peste et la mort soudaine [Remedios soberanos contra la peste y la muerte súbita], invita a los padres de familia cristianos a pedir a Dios que coja sus vidas en lugar de la de su esposa e hijos. ¿No es algo demasiado fatalista y abstracto? Ni siquiera el papa ha hecho este tipo de oración

¿Cómo puede decirlo? La oración que pide morir en lugar de los demás no es una oración que se pueda imponer a otros. No dudo de que el papa Francisco ha podido, y debido, desde lo más hondo de su corazón, pedir a Dios que tome su vida de pastor si con ello podía salvar a su grey. Lo que es importante comprender es que la vida no puede reducirse solo a conservar la propia vida terrena. Tender solo a conservar esta vida significa ahogarla, cortar las alas al pájaro para que no vuele, prohibir al individuo que conozca la verdad de su ser comunitario y la grandeza del sacrificio… Se puede tener una salud de hierro y tirarse por la ventana. La salud no basta a la vitalidad. Es lo que Nietzsche comprendió muy bien: la obsesión por la salud y la felicidad es una perspectiva de los que están enfermos. Los que están bien, los que rebosan de salud, buscan el lugar donde gastar su energía, algo o alguien al que dar la vida y entregar la propia vida.

En una de sus lecciones en YouTube, usted ha dicho que la herida revela lo que queda indemne: en este caso, la humanidad del hombre a través de los siglosEsto significa que seríamos contemporáneos a la humanidad del tiempo de la peste de Manzoni, de la peste negra de Boccaccio, de la peste de Atenas de Tucídides, etc. Sin embargo, al cabo de unas semanas, se han visto sedicentes manifestaciones antirracistas que han derribado o vandalizado estatuas de personalidades del pasadoCristobal Colón, Winston Churchill y, en Milán, el periodista Indro Montanellique había sido cronista de la Revolución húngara de 1956. Evidentemente, la línea de la continuidad humana ha sido de nuevo interrumpida

Vivimos en la época del poshumanismo y de la poshistoria, hay que partir de esta constatación. Lo que he dicho es que la experiencia del coronavirus nos hacía salir de esta era recordándonos la común fragilidad humana. Durante todo este tiempo de la herida se ha dejado de hablar de transhumanismo y animalismo. Lo importante era, ante todo, preservar al ser humano. Sin embargo, este desvelar lo indemne —desvelar paradójico, puesto que lo que queda indemne es precisamente la vulnerabilidad humana— posee una ambivalencia: marca el final del progresismo. Ahora bien, lo que permitía tolerar el colonialismo era la creencia en el progreso. La dificultad estriba en no creer ya en el progreso mientras se sigue creyendo en la historia y, por consiguiente, en el hecho de que nuestro pasado, con su complejidad, con su mezcla de luces y sombras, es nuestro legado. En el antirracismo actual constato tres problemas. El primero es que es un racismo de la víctima, por lo que puedo actuar como víctima porque pertenezco a una determinada raza, sacudiéndome la responsabilidad como individuo. El segundo es que cree en la supremacía blanca que pretende denunciar. Dando por descontado que la violencia de los negros contra los negros es normal y que la violencia de los blancos contra los negros es un escándalo casi imperdonable, se deja entender que los blancos tienen deberes más elevados que los negros y que, por tanto, llevan inherente la carga de la civilización. Es esta la razón por la que muchos blancos se arrodillan: se creen más responsables que los demás de la bondad humana. El tercero es que este antirracismo, que no deja de invocar el pasado, niega la historia. Porque en la naturaleza y en la historia hay desigualdades. No mido un metro ochenta. No canto como Stevie Wonder. Y soy judío (y no se me ocurre pedirle a un alemán de hoy que se arrodille ante mí). Lo que sucede es que el Verbo se hizo judío y que, por tanto, no es ni blanco ni negro (digamos que era marrón claro). Lo que sucede también es que la racionalidad se desarrolló de manera especial en la Antigua Grecia con Hipócrates y Tucídides, Platón y Aristóteles. Y no podemos hacer nada, son hechos.

Pero la Biblia nos ha enseñado que toda decisión es una responsabilidad para beneficio de todos: Jesús el Judío, porque fue degollado, con su sangre ha «adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9). Y la cultura europea nos ha enseñado que la «secundariedad», como dice Rémi Brague, ha sido una suerte. Al contrario de la identidad autóctona, que habría tenido sus fuentes en sí misma, los pueblos europeos han forjado una identidad romana, es decir, que se piensa a sí misma a partir de un doble primado externo, a saber: el del pensamiento helénico y la revelación judaica. Roma, en realidad, se pensó a sí misma a través de Atenas y Jerusalén. Ser francés o ser italiano no consiste solo en ir a la propia profundidad, sino en dialogar con los textos griegos y latinos, y en contemplarse en el espejo de las Escrituras. Ya con Homero, que a menudo parece estar de parte de los troyanos, y con Esquilo, que en los Los persas adopta el punto de vista de los vencidos en la batalla de Salamina (en la que él formó parte de los vencedores) vemos la necesidad de pensar a través del otro, con el otro, en una mirada que, por naturaleza, es ante todo de receptividad. En esto consiste la humanidad que se conoce a través de las humanidades: studi umanistici (el entrevistado lo dice en italiano, ndt).

Añado que el sedicente antirracismo de Black Lives Matter y cía. se conjuga a menudo con un cierto antisemitismo. Esta aparente contradicción es significativa de una coherencia no confesada. El antisemitismo siempre es una negación de la historia como tal, puesto que la existencia de los judíos está vinculada al acontecimiento histórico por excelencia. Esta negación de la historia, este sueño de una indiferenciación general, representaría una vuelta al caos original anterior a la Creación, una pérdida de la palabra que crea distinguiendo.

Con información de: InfoVaticana/Rodolfo Casadei

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