Cuando veas un alma que anuncia el aborto como un acto benigno, sabrás que en ella reina el príncipe de las tinieblas y que está en peligro de muerte eterna. ¡Ay, de nosotros, si consentimos con ese miserable y mortal pecado! No osemos tomar el lugar del Creador y no permitamos que ningún hombre lo haga. Y no seamos cómplices de este crimen maldito por culpa de nuestro silencio o nuestra tibieza.
Muchas personas, confrontadas con el pecado de aborto, confunden la ley del Estado ‒que permite y asiste la interrupción del embarazo‒ con la ley de Dios, según la que el aborto provocado es siempre un pecado contra el quinto mandamiento “No matarás” (Éxodo, 20, 13; San Mateo, 5, 21-22), que defiende la vida independientemente del número de años, meses o días que tenga el ser humano.
La interrupción del embarazo constituye siempre un traumatismo, un drama; y no se puede negar que lo que vive la mujer ‒que desgraciadamente no quiere realmente ser madre‒ concierne también todos sus seres cercanos, cuya reacción fuertemente emotiva tiende a justificar tamaño error. Los confesores conocen bien esas influencias, aunque nunca pueden justificar la supresión de una vida.
El testimonio del Padre Pío
El Padre Pellegrino le preguntó cierto día al Santo Padre Pío:
— Padre, esta mañana usted le negó la absolución a una mujer por una interrupción voluntaria de embarazo. ¿Por qué fue tan riguroso con esta pobre desgraciada?
El Padre Pío contestó:
— El día en que los hombres, espantados por el «boom económico», como se dice, y por los daños físicos o los sacrificios económicos, pierdan el horror al aborto, será un día terrible para la humanidad. Porque, precisamente en ese día, tendrán que mostrar que lo aborrecen.
Después, tomó el hábito de su interlocutor con la mano derecha, y le puso la izquierda sobre el pecho, como si quisiera apoderarse de su corazón, y dijo en un tono perentorio:
— El aborto no sólo es un homicidio, sino también un suicidio. Y nosotros, ¿a todos los que están por cometer estos dos crímenes juntos, tendremos el valor demostrarles nuestra fe? ¿Queremos recuperarlos sí o no?
Repreguntó entonces el Padre Pellegrino:
— ¿Por qué un suicidio?
Lleno de una santa cólera, compensada con mucha dulzura y bondad, el Padre Pío le explicó:
— Comprenderías este suicidio de la raza humana si con el ojo de la razón pudieses ver la «belleza y la alegría» de la tierra poblada con viejos sin niños: quemada como un desierto.
Si tú reflexionases, comprenderías entonces que el aborto es todavía más grave: con el aborto, también se mutila la vida de los padres. A estos padres los quisiera cubrir con las cenizas de sus fetos destruidos, para clavarlos con sus responsabilidades y para impedirles la posibilidad de recurrir a la ignorancia. Los restos de un aborto provocado no se entierran con una falsa religiosidad. Sería una abominable hipocresía. Esas cenizas deben ser echadas a las caras cuidaditas de los padres asesinos. Si los considerase de buena fe, no me sentiría implicado en sus delitos. Ves, no soy santo, pero nunca me siento tan cerca de la santidad sino cuando pronuncio estas palabras, sin duda un poco virulentas, pero justas y útiles, contra los que cometen tal crimen. Y estoy seguro de que Dios aprueba mi rigor porque Él siempre me da, después de esas dolorosas luchas contra el mal ‒o más bien digamos que me impone‒, algunos momentos de maravillosa tranquilidad.
Al Padre Pellegrino, que le hacía notar que si no se extirpan las ideas erróneas de la mente de los que provocan los abortos, es inútil maltratarlos con los rigores de la Iglesia, el Padre replicó:
— Al defender la venida de los niños al mundo, mi rigor siempre es un acto de fe y de esperanza en nuestros encuentros con Dios sobre la tierra. Desgraciadamente, en la medida que va pasando el tiempo, la batalla se vuelve más fuerte que nosotros. Pero de todas formas hay que luchar, porque a pesar de la certeza de una derrota sobre el mapa, nuestra batalla tiene la garantía de la victoria verdadera: la de la nueva tierra y los nuevos cielos.
Ante tales consideraciones, ¿cuáles razones podrían presentarse para justificar tamaño pecado? También para la Iglesia cooperar con un aborto constituiría una falta grave.
“¡Vete, animal, vete!”
En la sacristía, frente al confesionario en el que el Padre Pío recibía los penitentes, Mario Tentori, sentado sobre un banco, esperaba su turno. Mientras hacía su examen de conciencia, escuchó al Padre gritar: ¡Vete, animal, vete! Las palabras del Santo se dirigían a un hombre que se había arrodillado a sus pies para confesarse y que salió del confesionario humillado, muy conmovido y confuso. Al día siguiente Mario tomó el tren en Foggia para volver a Milán. Se sentó en un compartimento en el que sólo se hallaba un viajero. Éste lo comenzó a mirar, manifestando visiblemente el deseo de entablar el diálogo. Finalmente se atrevió y le preguntó:
— ¿Ayer no estabas tú en San Giovanni Rotondo, en la sacristía, para confesarte con el Padre Pío? — ¡Sí! — contestó Tentori. — El otro prosiguió: — Estábamos sentados en el mismo banco; tenía el turno justo anterior al tuyo. Soy el que el Padre Pío expulsó llamándolo «animal». ¿Lo recuerdas? — Sí, — afirmó Mario. — El compañero de viaje continuó: — Al estar fuera del confesionario, tal vez ustedes no escucharon las palabras que motivaron la reacción del Padre. Ahora bien, el Padre Pío me dijo textualmente: «vete animal, vete, porque de acuerdo con tu mujer has abortado tres veces». ¿Comprendes? El Padre me dijo: «¡Has abortado!» Se dirigió a mí, porque la iniciativa del aborto siempre vino de mí.
Y prorrumpió en sollozos, expresando así ‒como lo afirmó él mismo‒ su dolor, la voluntad de no pecar más, y la firme determinación de volver a encontrarse con el Padre Pío para recibir la absolución y cambiar de vida.
El rigor del Padre Pío había salvado la vida de un padre que, después de haber negado la vida a tres criaturas, estaba en peligro de perder su alma para la eternidad.
El respeto de la finalidad del matrimonio
Lo que contribuye a despoblar la tierra ‒según dice nuestro Santo‒ la cual se encuentra “quemada como un desierto” porque ya no se ve sobre ella la sonrisa de los niños, es la disminución de la natalidad, elegida demasiado a menudo por motivos egoístas o por problemas económicos objetivos. Las preocupaciones de orden médico contribuyen también a causar el envejecimiento de la población de la tierra.
Uno de los hijos espirituales del Padre nos confesó:
Durante la segunda confesión que hice con él — en la primera me había despedido —, después de haber terminado la acusación de mis pecados, el Padre me preguntó: «¿Nada más?» Le contesté que no. Y él, mirándome a los ojos me preguntó: «en el santo matrimonio, ¿hiciste bien las cosas con tu mujer?» — No, Padre — le contesté — porque los médicos nos prohibieron tener otros hijos — Y él respondió: «¿Y qué tienen que ver los médicos con eso?» — Nos dijeron que podríamos procrear algún monstruo — le contesté. «¡Lo hubieras merecido! », gritó el Santo. Y otra vez me expulsó del confesionario.
Este artículo ha sido replicado en este orden:
Revista del distrito suizo “Le Rocher” nº 53
Revista “Iesus Christus” Nº 130,
Laicos unidos en Cristo.