A partir de la aparición del Covid-19 que ha azotado a la humanidad, ha surgido al interior de la Iglesia un debate sobre si tal pandemia es un castigo divino. Hay quienes no dudan afirmar que se trata de una punición de Dios por los graves pecados cometidos en nuestro mundo. Pensemos en el más espantoso de ellos, el aborto; crimen que el año pasado cobró más de 45 millones de víctimas, la pornografía y sus perversiones, la exaltación de la homosexualidad, el exacerbamiento del individualismo, el adulterio y la banalización del matrimonio y la sexualidad, las graves injusticias que mantienen a millones de seres humanos en la pobreza, la miseria y el hambre, el pecado de la impiedad por el que se pretende echar a Dios de la sociedad y encerrar a la fe en el ámbito privado, la perversión de los valores por la que se glorifican anti valores como el ataque a la familia, la ideología de género que niega la naturaleza de la sexualidad, el feminismo, el mal llamado matrimonio homosexual, la idolatría de la ecología y la ridículamente llamada “madre tierra”, el retorno al paganismo, el satanismo y la superstición, y tantas abominaciones que no solo son una grave ofensa a Dios, sino que están llevando a la humanidad a su destrucción.
Por otra parte, hay quienes aún siendo cristianos apelan al pensamiento mágico y supersticioso afirmando que se trata de una especie de reacción o venganza de la “madre tierra” -como si fuera un ser animado que piensa y siente-, ante la depredación de la misma y el cambio climático; pero que Dios que es solo misericordia no tiene nada que ver con el virus y que, quienes piensan lo contario son peores que los paganos, se quedaron con el Dios del Antiguo Testamento –como si el del Nuevo Testamento no fuera el mismo-, y no entienden a Cristo que predicó el amor, el perdón y la misericordia.
A los que así se escandalizan y que por lo visto ignoran la más elemental teología y la historia de la Iglesia, confunden el castigo con la venganza, y no es lo mismo, la venganza nace del odio y busca la destrucción, y el castigo nace del amor, de la necesidad de corrección, y de la preocupación por el otro y del establecimiento de la justicia. Si un individuo roba o mata, el estado lo castiga ya sea con la cárcel o con una indemnización, o alguna otra pena que considera justa, pero la ley parte de un sentido de justicia, no de odio, castiga porque es lo justo y porque así protege a sus ciudadanos, además de buscar la reinserción social del delincuente, no su destrucción. Lo mismo en la familia o en la escuela existe el castigo, no como resultado del odio, sino como prevención y preocupación de la persona de la que se pretende su corrección para su propio bien.
Jesús que predicó el amor, el perdón y la misericordia, repetidamente habla en el evangelio del pecado y del castigo y hace una grave advertencia sobre el peor de los castigos que es la condenación eterna –incluso a los condenados los llama “malditos”-, no se puede banalizar su enseñanza ni omitir sus advertencias solo porque no nos gustan, o porque chocan con una percepción teológica pusilánime y dulzona que nada tiene que ver con las exigencias del evangelio y la doctrina de la Iglesia.
A partir de la aparición del Covid-19 que ha azotado a la humanidad, ha surgido al interior de la Iglesia un debate sobre si tal pandemia es un castigo divino. Hay quienes no dudan afirmar que se trata de una punición de Dios por los graves pecados cometidos en nuestro mundo. Pensemos en el más espantoso de ellos, el aborto; crimen que el año pasado cobró más de 45 millones de víctimas, la pornografía y sus perversiones, la exaltación de la homosexualidad, el exacerbamiento del individualismo, el adulterio y la banalización del matrimonio y la sexualidad, las graves injusticias que mantienen a millones de seres humanos en la pobreza, la miseria y el hambre, el pecado de la impiedad por el que se pretende echar a Dios de la sociedad y encerrar a la fe en el ámbito privado, la perversión de los valores por la que se glorifican anti valores como el ataque a la familia, la ideología de género que niega la naturaleza de la sexualidad, el feminismo, el mal llamado matrimonio homosexual, la idolatría de la ecología y la ridículamente llamada “madre tierra”, el retorno al paganismo, el satanismo y la superstición, y tantas abominaciones que no solo son una grave ofensa a Dios, sino que están llevando a la humanidad a su destrucción.
Por otra parte, hay quienes aún siendo cristianos apelan al pensamiento mágico y supersticioso afirmando que se trata de una especie de reacción o venganza de la “madre tierra” -como si fuera un ser animado que piensa y siente-, ante la depredación de la misma y el cambio climático; pero que Dios que es solo misericordia no tiene nada que ver con el virus y que, quienes piensan lo contario son peores que los paganos, se quedaron con el Dios del Antiguo Testamento –como si el del Nuevo Testamento no fuera el mismo-, y no entienden a Cristo que predicó el amor, el perdón y la misericordia.
A los que así se escandalizan y que por lo visto ignoran la más elemental teología y la historia de la Iglesia, confunden el castigo con la venganza, y no es lo mismo, la venganza nace del odio y busca la destrucción, y el castigo nace del amor, de la necesidad de corrección, y de la preocupación por el otro y del establecimiento de la justicia. Si un individuo roba o mata, el estado lo castiga ya sea con la cárcel o con una indemnización, o alguna otra pena que considera justa, pero la ley parte de un sentido de justicia, no de odio, castiga porque es lo justo y porque así protege a sus ciudadanos, además de buscar la reinserción social del delincuente, no su destrucción. Lo mismo en la familia o en la escuela existe el castigo, no como resultado del odio, sino como prevención y preocupación de la persona de la que se pretende su corrección para su propio bien.
Jesús que predicó el amor, el perdón y la misericordia, repetidamente habla en el evangelio del pecado y del castigo y hace una grave advertencia sobre el peor de los castigos que es la condenación eterna –incluso a los condenados los llama “malditos”-, no se puede banalizar su enseñanza ni omitir sus advertencias solo porque no nos gustan, o porque chocan con una percepción teológica pusilánime y dulzona que nada tiene que ver con las exigencias del evangelio y la doctrina de la Iglesia.
Con información de: Contra Replica/P. Hugo Valdemar