Este es un año en el que México debe afrontar una de las más serias crisis que hunden sus raíces hasta alcanzar la savia de la vida institucional y política. No se trata simplemente de salir de un problema sanitario. Comienzan a generarse millones de pobres, de gente incapacitada por los daños a la salud hechos por el mismo coronavirus y de la fragilidad de la economía como colapso sistémico múltiple poniendo en riesgo el futuro del país.
La crisis del coronavirus ha desatado las más variadas especulaciones ante la falta de una respuesta institucional colgada de la incertidumbre. En la prospectiva relativa a las consecuencias de la pandemia, el titular del Ejecutivo acierta en decir que el país toca fondo para reimpulsarse fantásticamente y salir a flote como una potencia. No obstante, la realidad es que no hay cifras ni estimaciones precisas del número de empleos perdidos, de los millones en estado de pobreza o de la fractura de la economía. Es sabido que los efectos de la pandemia no han provocado una simple recesión, son de profunda depresión y, al momento, no existe el genio o destreza política para señalar cuál será el plan que permita una pronta recuperación y, sobre todo, proteger a los millones de mexicanos en situación grave y desesperada. Ya la Comisión Económica para América Latina y El Caribe -CEPAL- en el Informe Especial Covid-19 Número 5, señala que México sufrirá una contracción del 9 por ciento en el Producto Interno Bruto de este año. Según el organismo, la crisis del coronavirus provocará un retroceso de 15 años en los logros de la lucha contra la pobreza. La crisis, en resumen, es estructural.
En este ambiente, otro espectáculo se echa a andar en fútil intento de recuperar la credibilidad erosionada por la gran crisis del coronavirus. Ese es el inicio del proceso del exdirector de Pemex de la última administración priísta lo que, según algunos legisladores, anunciaría un terrorífico sismo político que destaparía la cloaca de la corrupción. En esta obsesión casi inquisitorial, no sólo se trata de reparar el daño por el uso indebido de recursos públicos y la asignación ilícita de contratos y de dinero privado para financiar campañas políticas en 2012. Es alcanzar a los más altos personajes de la política, los llamados conservadores de la mafia del poder; sin embargo, mientras se quiere llamar la atención en este juicio, los efectos de la corrupción llegan a niveles que nunca se habían podido imaginar.
Una prueba es que en el sexenio de los abrazos y no balazos, el crimen organizado lanza un mensaje de absoluta dominancia que hace tambalear el discurso de conciliación, armonía y paz de la 4T. Se sabía de la capacidad y poder de los cárteles que desestabilizan regiones enteras del país, pero lo difundido en redes sociales y medios corrió como pólvora cuando un destacamento narcoparamilitar reveló un solo aspecto del enemigo al que se enfrenta el Estado nacional afirmando lo que ya se conocía: en ciertas zonas del país no hay orden constitucional sino terror y colapso de la legalidad. Y a ellos, muchos ciudadanos desesperados y pobres se han acogido al fracasar el Estado de bienestar prometido. Esta es una horrible bestia que parece surgir de la espesa bruma de la corrupción institucional que ha permitido que se nutriera y fortaleciera de impunidad.
Recientemente, los obispos de México, en la Declaración sobre el don de la vida y la dignidad de la persona humana, atinaron en precisar que en el país se está arraigando una cultura que desdibuja y mutila la figura humana, “nos encontramos ante una profunda crisis antropológico-cultural” afirma la Iglesia. Sin duda esta crisis pone el país ante retos como no se habían conocido desde el fin de la Revolución. Son demasiados frentes que mantienen al país bajo fuego cruzado.
Con Información de: CCM/Editorial