El elefante rosa sigue en la habitación: descubierto, otro monseñor homosexual EU

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La dimisión del sacerdote más poderoso del clero estadounidense, Jeffrey Burrill, como secretario general de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos después de que una investigación del portal informativo The Pillar revelara que el prelado estaba implicado en una continuada conducta (homo)sexual impropia nos recuerda, cuando aún no nos hemos recuperado del estupor que ha causado Traditionis custodes, que no todas las instrucciones vaticanas se obedecen con eficacia y prontitud.

El mediático jesuita James Martin y otros comentaristas de su cuerda están empeñados en convertir el caso Burrill en una acusación contra el medio que reveló su agitada vida sexual, The Pillar, y en un debate sobre los límites del periodismo de investigación.

Alegan que Burrill no ha cometido delito alguno -sus contactos homosexuales no parecen haber involucrado a menores- y que, siendo todos pecadores, ninguno de nosotros podría superar la prueba de un examen exhaustivo de nuestras comunicaciones privadas.

Quiero pensar que Martin et al. no están sugiriendo seriamente que un arrebato de ira, un comentario frívolo, o pecados del estilo son comparables, en un sacerdote en la posición de Burrill, remotamente equivalentes a la sodomía compulsiva con perfectos extraños. Admito, sin embargo, que el que plantean es un debate legítimo.

Pero no es, ni de lejos, el debate. La pregunta es cómo ha podido llegar un homosexual activísimo y desinhibido a una posición tan alta y crucial, especialmente en un momento en que la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, como las del mundo entero, están trabajando en frenar abusos sexuales clericales que son, en una proporción inaudita, de carácter homosexual.

La Iglesia ha tenido un minisínodo, relativamente reciente, sobre el particular, a raíz del descubrimiento de que su más poderoso prelado durante décadas, el entonces cardenal Theodore McCarrick, arzobispo emérito de Washington, llevaba medio siglo tomándose libertades con jóvenes, especialmente seminaristas, y algún que otro menor de edad. En el sínodo se mencionó, como de pasada, que en más del 80% de los casos registrados se trataba de abusos homosexuales, solo para apresurarse a explicar que eso no significaba que hubiera relación alguna entre homosexualidad y abusos a menores. Es solo, suponemos, una extraordinaria coincidencia estadística.

Ahora supongamos por un momento que los datos de denuncias por abuso a menores revelar que en más de un 80% de los casos los perpetradores fueran sacerdotes tradicionalistas que celebraban la Misa según la Forma Extraordinaria. ¿Creen que no tendría ninguna consecuencia, que se achacaría el hecho a una mera coincidencia? Decir que es improbable es quedarse muy corto.

De hecho, en esta deriva sociologista que alcanza incluso a los solemnes documentos eclesiales, el propio Santo Padre cita, como razón para recelar de los adeptos al viejo rito, un cuestionario entregado a los obispos de todo el mundo sobre la práctica del Summorum pontificum del que no se han hecho públicos los resultados, pero del que sabemos que solo han respondido menos de uno de cada tres obispos. Y, sin más pruebas, se dice que los fieles que asisten a Misa Tradicional amenazan la unidad de la Iglesia, creen representar a la “verdadera Iglesia” y rechazan el Concilio Vaticano II.

Ha sido costumbre sensata, hecha instrucción explícita por Benedicto XVI y refrendada por el actual pontífice, que los varones con acendradas inclinaciones homosexuales no sean admitidos a los seminarios y, en todo caso, no puedan ser ordenados. ¿Qué tal se está cumpliendo esta orden papal?

Lo que vemos una y otra vez no es meramente que se ignore esta medida de prudencia elemental, expresa en los dos últimos papas; es que de continuo vemos a clérigos con estas tendencias en puestos más altos, condicionando políticas eclesiales y pastorales.

Infovaticana.
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