Hay quienes sólo creen en lo que pueden medir y cuantificar. El creyente auténtico no necesita ver milagros para creer.

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Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en el Señor en este décimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario.

La palabra profeta significa literalmente “el que habla en nombre de otro”, pero siempre se aplica a los hombres y mujeres que hablan en nombre de Dios. En Israel ser profeta era una profesión por la que éstos recibían un salario de parte de las autoridades; sin embargo, habían también aquellos que no profetizaban para ganar un salario, ni mucho menos para agradar con su predicación a las autoridades del pueblo.

En la primera lectura tenemos el caso del profeta Ezequiel. Se trata del momento en el que el profeta tiene un encuentro con el Señor, quien lo envía a predicar, pero le advierte que el pueblo al que lo envía es un pueblo rebelde. Por eso le dice: “Y ellos, te escuchen o no, porque son una raza rebelde, sabrán que hay un profeta en medio de ellos” (Ez 2, 5).

A Ezequiel, al igual que a los demás profetas por vocación, así como al mismo Cristo, les quedan las palabras del Salmo 122, que hemos proclamado: “Ten piedad de nosotros, ten piedad, porque estamos, Señor, hartos de injurias; saturados estamos de desprecios, de insolencias y burlas”. No ser bien recibido en tu propio pueblo fue para Jesús una verdadera injuria, un verdadero desprecio.

Jesús es el Profeta por excelencia, pues viene con la autoridad de Hijo del Padre, a transmitir lo que él mismo atestiguó junto al Padre. Él es la Palabra hecha carne, que conmueve con su predicación a cuantos le escuchan. El evangelio de hoy nos narra la ocasión en la que Jesús, después de haber iniciado su ministerio público, de ser seguido por multitudes y de haber obrado milagros, llega a su propia ciudad de Nazaret, donde se había criado, para predicar ahí, entre sus familiares, amigos y vecinos. Cuanta ilusión habría en el corazón de Jesús al llegar a predicar a la sinagoga de su pueblo.

Llegó ahí junto con sus discípulos, y fue hasta el sábado, estando reunida la población en la sinagoga, cuando Jesús predicó a sus paisanos. Éstos quedaron asombrados, pero se llenaron de inquietudes al pensar en el origen de Jesús, pues si lo conocían bien a él y a sus familiares, decía la gente: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros?” (Mc 6, 2).

Al darse cuenta Jesús de los comentarios de la gente se sintió decepcionado por su incredulidad, diciendo una frase que ha trascendido y se usa en varios espacios, no solamente en el religioso. Dijo: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa” (Mc 6, 4). Dice el texto que ahí no pudo obrar ningún milagro. Alguien podría pensar que los hubiera podido “apantallar” con algunos milagros, pero Jesús no malgasta sus milagros, obrándolos sólo en la gente que tuviera fe en él. De todos modos, curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos.

La verdadera fe nunca puede ser obligada, no existen argumentos para convencer a un incrédulo. Muchos han visto milagros y no los han reconocido como tales, sino que les buscan argumentos supuestamente lógicos para explicarlos. En cambio, un creyente no necesita de los milagros para creer.

Debe haber sido muy doloroso para Jesús que su propia gente no creyera en él, pues dice el texto que: “Estaba extrañado de la incredulidad de aquella gente” (Mc 6, 6). ¿Que dirá Jesús de la gente de nuestro tiempo, que se ha alejado de Dios para creer solamente en lo que se puede medir y cuantificar, así como lo que la pobre ciencia alcanza a explicar?

De todos modos, no nos toca criticar ni juzgar a quienes no creen, sino más bien cuestionarnos a nosotros mismos sobre qué nos falta a los creyentes en Dios para convencer con nuestra forma de vivir, así como para traer a Cristo a tantas personas que nos rodean. También podemos pensar qué tanto me ha faltado creer en la obra buena que Dios ha realizado en algunas personas que conozco desde hace mucho tiempo.

En la segunda lectura de hoy, san Pablo, en su Segunda Carta a los Corintios, nos ofrece un doble testimonio de sí mismo. En primer lugar, él ha tenido revelaciones sublimes, es decir, que ha podido conocer grandes misterios de Dios en sus oraciones en forma de contemplación. Esto le ha ocurrido a muchos santos y santas en la historia de la Iglesia. El otro testimonio es que nuestro Señor la ha permitido experimentar experiencias de gran sufrimiento. Él habla de una espina clavada en su carne, sin especificar de cual enfermedad se trata, y aunque ha pedido ser liberado de ese sufrimiento, ha continuado con éste. Ante ello, la respuesta de Dios sólo fue ésta: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad” (2 Cor 12, 9). Así, el Apóstol explica que la enfermedad le sirve para no llenarse de soberbia ante las revelaciones que alcanza.

Una vez más comprueba con su propia experiencia lo que él mismo dice en su Carta a los Romanos: “Todo contribuye al bien en aquellos que aman a Dios” (Rm 8, 28). Esto es lo contrario del pensamiento del mundo, que procura el éxito a toda costa. San Pablo dice que vive contento en medio de todas sus: “debilidades, los insultos, las necesidades, las persecuciones y las dificultades que sufro por Cristo” (2 Cor 12, 10), y que entre más débil se siente, en realidad es más fuerte.

Otra vez la Palabra de Dios nos recuerda que las enfermedades no son castigos del Señor, incluso que hasta las personas más santas pueden padecer las peores y más molestas enfermedades. Hoy por hoy, circulan en las redes sociales testimonios de personas con capacidades diferentes que se han superado incluso logrando hacer cosas que las personas “normales” no hemos aprendido a hacer, como nadar, escribir un libro o dar una conferencia. Algunos de ellos están privados de brazos y piernas, algunos son ciegos o tienen otras limitaciones o capacidades diferentes.

Yo conocí a un amigo que desde joven perdió una pierna en un accidente de motocicleta, por el que también perdió a su novia; pero la enfermera que lo cuidaba terminó siendo su esposa, formando con ella una hermosa familia. Luego, cada vez que él se enteraba de alguien que había perdido una pierna iba a visitarlo al hospital o a su casa para darle ánimo. Cuando veía que el lesionado no se convencía, se quitaba su prótesis para mostrar que él se encontraba en la misma situación y que sí sabía de lo que hablaba.

Si nos acercamos al Señor en medio de nuestras angustias, aún en el momento que parece que ya no podemos soportar más, podremos escuchar en nuestro corazón el consuelo de Dios que nos dice como a san Pablo: “Te basta mi gracia.

Que tengan todos una feliz semana. ¡Sea alabado Jesucristo!

+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán.

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