«Feminicidios»: una semántica militante para una realidad trágica y compleja
Sin duda, las cosas han cambiado en los últimos tiempos. Ahora, un hombre que mata a su esposa, ex esposa, pareja o ex pareja está cometiendo un «feminicidio«. Y, como signo de los tiempos, siete años después del diccionario Robert, la edición 2022 del Larousse ha introducido este término, forjado en el arsenal del activismo feminista. La palabra no es en absoluto neutral. Está impregnada de ideología y lleva consigo una interpretación de la realidad. Adoptarla es ratificar una narrativa concreta, una determinada trama.
No ignoro el ambiente en el que vivimos. Cuestionar la palabra sería minimizar las cosas. La falacia es evidente y burda. Que el asesinato de una mujer es un mal absoluto es indiscutible. El lenguaje de las feministas ha sido elevado a la categoría de lengua oficial y ha adquirido una autoridad y una legitimidad exorbitantes. Hablar bien, pensar bien, sería decir y pensar la condición de las mujeres recurriendo a categorías importadas esencialmente del feminismo estadounidense.
No debemos dejarnos intimidar. No es solo la libertad de expresión la que está amenazada, sino ante todo -y tal vez sea lo más preocupante-, lo que la sustenta y que está en la base de nuestra civilización: la pasión por comprender, la pasión por cuestionar, la pasión por la verdad y la realidad.
Victimismo y emotivismo frente a inteligibilidad
Cuando los hombres de la Ilustración, pero ya antes Milton y poco después Stuart Mill, reclamaban la libre circulación de pensamiento y opinión, no lo hacían por obsesión narcisista, para permitir que cada uno pudiera expresarse, sino para aumentar nuestras posibilidades de ganar en inteligibilidad, para conducirnos de manera mejor a la verdad.
Nuestros pensamientos están cautivos: cautivos de la retórica victimista, cautivos de la «causa de las mujeres», cautivos de la tiranía de la emoción. Cautivos y aburridos.
Concedámonos, como en la alegoría de la caverna, el derecho a romper nuestras cadenas, concedámonos la libertad de cuestionar lo evidente. Es la realidad la que está en juego, y solo ella debe ser nuestra maestra. Somos sus servidores.
Además, es nada menos que la esencia de Occidente, de Europa, de Francia en particular; somos esa civilización que, como ancestros, se dio a sí misma a Sócrates, Esquilo, Sófocles, Pericles, ese momento de abundancia en el que todo se convierte en una pregunta, en el que se proclama que no hay hojas de ruta para el pensamiento o el arte, en el que, por doquier, se asumen riesgos, se osa.
La víctima, despojada de su singularidad
Una palabra se difunde. La cueva retumba con sus ecos ensordecedores. Lo menos que podemos hacer entonces, ¿no es ver cómo el pensamiento, el alma -si nos atrevemos a usar esta palabra anticuada-, se ponen en movimiento? Lo menos que podemos hacer entonces, ¿no es sorprendernos y preguntarnos qué decimos cuando hablamos de «feminicidio»?
En el Larousse leemos: «Feminicidio: asesinato de una mujer o de una joven por su pertenencia al sexo femenino». En efecto, este neologismo fue acuñado en los años 70 para significar que las mujeres son asesinadas por el hecho de ser mujeres. La simple lectura de la definición ¿no hace evidente el defecto de fondo de la palabra, el defecto de forma? El hombre que mata a su pareja o ex pareja no mata a una mujer: mata a su esposa, a la mujer con la que vive o ha vivido, con la que puede haber tenido hijos. Habría feminicidio si un hombre o grupo de hombres tomaran a un grupo de niñas o mujeres y las mataran, las exterminaran por la única razón de haber nacido mujeres. Este sería el único significado estricto del término.
Manifestación en París el 23 de noviembre de 2019 contra los «feminicidios»: los crímenes dejan de tener una víctima singular, puesta así al servicio de una causa ideológica.
Primer vicio, primer defecto. Esta palabra reduce a cada uno de los dos sexos a una esencia: por un lado, el hombre, eterno perseguidor y, por el otro, la mujer, eterna víctima, presa perpetua de ese predador inalterable. Reduciendo cualquier historia particular a una trama sumamente resumida, enfrentando a un verdugo contra su víctima, al bien contra el mal, la víctima pierde toda singularidad, toda unicidad, todo rostro. Ya no es una mujer con personalidad propia, ya no es un ser de carne y hueso: se convierte en la representante de una especie, de una generalidad. De ser única, cae en el rango de simple representante de una especie.
Este término, que se supone que rinde homenaje a las mujeres que «han caído bajo los golpes» de sus parejas o ex parejas, tiene exactamente el efecto contrario: la víctima es despojada de su identidad personal. Hay homenajes más generosos, estoy seguro de que estarán ustedes de acuerdo.
No queda nada de la unicidad de una vida. Nada de la singularidad de una historia, de su historia exclusiva atrapada en un haz de complejidades. Si a nuestras activistas se les recuerdan la ambigüedad y ambivalencia de ciertas historias individuales, no les tiembla el pulso, ya que tienen a su disposición una granada a la que han quitado la anilla y que consideran fatal: el «control».
No quita nada al carácter abominable de estos asesinatos el hecho de admitir que forman parte de historias fatalmente, y en este caso funestamente, entrelazadas. Pero lo que enfada precisamente a las activistas, sean quienes sean, es esta complejidad, y contra ella se rebelan.
El sentido ideológico del término
Si las feministas defienden con tanto ardor y obstinación esta palabra es porque, a sus ojos, tiene al menos dos virtudes: restringir el término «homicidio» a las víctimas masculinas e imponer un término equivalente para las mujeres; así, al elevar el asesinato de una mujer de acto individual a rango de «hecho social», se incrimina la estructura misma de nuestra civilización.
¿Por qué un hombre mata a su pareja o ex pareja? Porque, dicen las activistas, cuyos mensajes transmiten obedientemente nuestros políticos y la mayoría de los periodistas, nuestras sociedades son y seguirán siendo «patriarcales» mientras no demos prioridad a las mujeres en todas partes. Esta llave abre todas las cerraduras. La ideología es un seguro contra la realidad. Te pone, parafraseando a Tartufo, «en situación de ver todo sin creer en nada».
La palabra «feminicidio» sitúa el asesinato de mujeres en el contexto de una gran maquinación, la de la sociedad occidental concebida como una vasta empresa de fabricación de víctimas: mujeres, por supuesto, pero también «las minorías» y «la diversidad».
La civilización occidental es obra de un hombre blanco heterosexual cristiano o judío que no tiene más pasión que la de dominar todo lo que no es él, a saber: las mujeres, los negros, los musulmanes, los animales, las plantas, lo que forma la base de la «interseccionalidad de la lucha», el punto de convergencia de feministas, indigenistas, anticolonialistas, ecologistas, veganos.
Se puede objetar que en todos los continentes hay violencia conyugal y asesinatos. Sin duda, pero habrán ustedes observado que cuando el culpable no es «blanco», la suerte de la víctima le interesa mucho menos a nuestras feministas, y en esos casos permanecen mudas.
Desigualdad ante la ley
Otro punto. El Larousse precisa: «Crimen sexista: el feminicidio no está reconocido como tal por el código penal francés». En efecto, la ley, en nombre de la universalidad y la individualización del castigo, es la última ciudadela. Procesar a un hombre por «feminicidio» sería reducir al acusado a un símbolo, y el juicio a un pretexto. Pero la función de la institución judicial no es juzgar un sistema, sino una persona.
«Sea cual sea el juicio», nos recordaba Hannah Arendt, «el centro de atención es la persona del acusado, un hombre de carne y hueso, con su historia individual, con su conjunto siempre único de cualidades, peculiaridades, patrones de comportamiento y circunstancias. Todos los elementos más allá de eso (…) son relevantes para el juicio solo en la medida en que constituyen el contexto en el que actuó el acusado». Elevarlo a rango de clasificación penal sería olvidar, negar la esencia misma de la justicia.
Sin embargo, algunos, como la ministra Marlène Schiappa, hacen campaña en este sentido. El reconocimiento por parte del código penal es su última lucha. Las feministas lideran el asalto y, al ritmo que van las cosas, a la vista del poder que han adquirido la «diversidad», las «minorías» y las «víctimas», es fácil imaginar que la institución judicial no se resistirá mucho más tiempo. Hay muchas razones para creer, y para temer, que la bandera de la victoria se izará pronto.
Un lenguaje con un objetivo
Por consiguiente, es evidente que no hay nada neutral en el uso de la palabra «feminicidio». Que la palabra «feminicidio» tenga cabida en el vocabulario de las activistas es cosa suya. «Va rápido, gusta en el cuerpo a cuerpo», como dijo Víctor Hugo de las palabras a las que se aferran todos los activistas y bajo cuya bandera libran sus batallas. Que la mayoría de los periodistas se hayan convertido a ella es, por lo demás, cuestionable. Demuestra que muchos periodistas han cambiado la definición de su profesión: de guardianes de la frágil realidad de los hechos, ahora se ven como justicieros, encargados de la misión de «cambiar la mentalidad» y dispuestos, por ello, a sacrificar la realidad.
Este es un ejemplo notable de la forma en que la neolengua feminista se está infiltrando en el lenguaje ordinario, con la complicidad ardiente y diligente de los políticos y la mayoría de los medios de comunicación. Y el efecto tóxico, buscado por sus activistas, es criminalizar a los hombres en su conjunto y también arrojar sospechas sobre la heterosexualidad: el encuentro de un hombre y una mujer, siendo el hombre lo que es según la lógica neofeminista, siempre es susceptible de convertirse en tragedia.
La palabra es, pues, un arma dirigida principalmente contra los hombres, contra nuestra civilización. Trivializarla es un riesgo.
Parafraseando a un general De Gaulle con acentos de Racine, el camino al que nos lleva inevitablemente la palabra «feminicidio» es el de complicar la condición humana con ideas simples. Debemos oponernos con firmeza.
Le Figaro.
Traducción de Elena Faccia Serrano.