El encendido debate que se está viviendo en Estados Unidos sobre si ofrecer o no la Sagrada Comunión a un pecador impenitente y público que resulta ser la máxima autoridad del país, refleja una curiosa peculiaridad de nuestro idioma: la diferencia entre creerlo y creérselo.
La asamblea de los obispos norteamericanos en línea empezó dedicando la primera sesión, horas y horas, al procedimiento, algo muy de nuestro tiempo. Suena parecido a ese sínodo para establecer las normas del sínodo que tratará de la sinodalidad. Pero, en este caso, tiene su importancia especial, porque se trata de dilucidar si el sacrilegio público debe tener por parte de la Iglesia una respuesta tajante e igualmente pública.
Recuerda también un poco al asunto, igualmente asociado a la Sagrada Eucaristía, de la intercomunión en Alemania, cuando cada día traía una noticia en sentido contrario a la anterior, en un tira y afloja que, por lo que sabemos, a quedado en ‘afloja’. Haciendo lío, podría decirse.
Lo que trasluce de todo este asunto es algo parecido a lo que ha sucedido en relación al cierre de iglesias -cortando el acceso de los fieles a los sacramentos durante meses y meses- con motivo y excusa de la pandemia. Y para explicar su efecto devastador tendré que recurrir a una peculiaridad de nuestro idioma.
Siempre me ha parecido curioso ese reflexivo que incluimos en las frases para darles un giro semántico especial. Me refiero a la diferencia entre “lo he comido” y “me lo he comido”; o, por ir directo a lo que quiero decir, entre “lo creo” y “me lo creo”. Ese “me”, que parece no pintar nada en absoluto, presta, sin embargo, un sutil y esencial énfasis al verbo. Mientras “lo creo” puede significar un mero asentimiento intelectual a una proposición, al introducir el “me” estamos diciendo que lo hacemos nuestro, que lo hacemos vida.
Y el problema, lo que hace que solo una minoría inferior a un tercio de los católicos norteamericanos (imagino que en el resto de Occidente la proporción no es muy distinta) crea en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, es que la jerarquía quizá crea en ella, pero transmite la sensación de no “creérselo”.
Esta diferencia es muy sencilla, y todos la experimentamos a diario, y es la distancia que va de confesar algo a actuar en consecuencia. Si Cristo está realmente presente en el pan y el vino, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, la cosa es tan estupefaciente, tan importante, tan central, que cualquier otra cosa palidece en comparación, y la idea de profanar semejante Presencia, tal prodigio de amor humillado hasta la inmovilidad, debe llenar de horror a quien se la plantea.
Eso es lo que el fiel no nota en buena parte de la jerarquía. No ya que se discuta si se debe o no ofrecer la comunión a quien comete sacrilegio al hacerlo, pública y desafiantemente, lo que parece reflejar que la dignidad mundana de Biden es equiparable al Milagro Eucarístico; incluso que la encuesta de opinión que reveló el dato que antes les he dado sobre la creencia en la Presencia Real no movilice inmediatamente a todos los obispos, horrorizados por el modo en que están fracasando en su única misión, que no es la de salvar el planeta o siquiera acoger inmigrantes, sino procurar la salvación de las almas que les han sido encomendadas.
CARLOS ESTEBAN.
Infovaticana.