Fátima,104 años después.

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Se han cumplido ciento cuatro años de la aparición de la Virgen en Fátima el 13 de mayo de 1917.

A lo largo de estos ciento cuatro años se han cumplido muchos de los sucesos que anunció Nuestra Señora a los tres pastorcitos, Lucía, Jacinta y Francisco, aunque la profecía todavía aguarda su cumplimiento.

El triunfo del Inmaculado Corazón de María que tantas almas esperan y en el que tantos han confiado vivamente durante estos ciento cuatro años no se ha cumplido todavía. ¿Será inminente? ¿Estará aún lejano? Ninguno lo sabemos.

Viendo las cosas desde un punto de vista lógico y humano, se diría que Dios se ha retrasado, porque la Iglesia y la sociedad entera atraviesan una crisis sin precedentes, la humanidad no se ha arrepentido y el Demonio está celebrando su victoria. Pero sabemos que la Divina Providencia rige con sabiduría cuanto sucede en el universo.

Desde esta perspectiva, los momentos dispuestos por Dios no coinciden con los de los hombres, tanto desde un punto de vista cuantitativo como desde el que podríamos llamar cualitativo.

El punto de vista cuantitativo es el cronológico; se refiere a la duración. No midamos el tiempo con la medida de nuestra frágil vida. Dios, que es infinito y no está sujeto a medida, mide según el patrón de la eternidad. Por eso afirma el Eclesiástico: «El número de los días del hombre, cuando mucho, es de cien años, que son como una gota de las aguas del mar; y como un granito de arena, tan cortos son los años a la luz del día de la eternidad» (Eclo.18,8).

Si comparamos con la eternidad con el tiempo más largo que pueda durar la vida humana, ya sea cien, doscientos o novecientos años como para quienes vivían antes del Diluvio, esos años –dice el P. Nieremberg– le parecerían un solo instante a quien fijase la mirada en lo inmenso de la eternidad. El tiempo, tan breve y fugaz, posee no obstante una cualidad valiosísima, que es ser la ocasión de la eternidad, ya que en el breve espacio de nuestra vida aquí en la Tierra decidimos si seremos eternamente felices en el Paraíso o desdichados por la eternidad en el Infierno.

En Fátima, la Virgen enseñó a los pastorcitos a la siguiente oración: «Dios mío, perdona nuestras culpas, líbranos del fuego del Infierno y lleva al Cielo las almas más necesitadas de tu misericordia».

Esta oración acompaña a todo rosario y debería acompañar todo momento de nuestra jornada, sobre todo en el mes de mayo, porque procede del Cielo. Si esta oración la enseñó la Virgen, eso quiere decir que tenemos necesidad de rezarla; es decir, que para nosotros y para muchas almas el peligro del Infierno es grande, real y próximo. Vivimos en peligro continuo, y por eso hemos de velar constantemente, implorando la ayuda de Dios. Nos espera la eternidad.

Gracias a esta oración comprendemos el valor inestimable del tiempo, valor que no depende de su duración sino de la importancia de las decisiones que tomemos en todo momento a lo largo de nuestra vida. Este aspecto cualitativo del tiempo, que es el más misterioso, nos ayuda a entender la demora en el cumplimiento de la promesa de Fátima. Aunque sabemos que Dios es infinitamente justo y misericordioso, nuestra mente no es capaz de pensar simultáneamente en estos atributos de Dios, que coinciden en Él en un solo instante de la eternidad. Pero pensándolos por separado, como lo permite nuestra inteligencia, podemos entender cuándo llegará el cumplimiento de la promesa de Fátima.

Dios espera el momento en que Él recibirá la máxima gloria ejerciendo al mismo tiempo la suprema justicia y la suprema misericordia. Justicia suprema castigando a un mundo que ha rechazado la gracia de la conversión y es preciso reconstruir desde sus cimientos; y misericordia suprema inaugurando una era en la que quienes hayan permanecido fieles serán llenos de su Gracia y con ella construirán el Reinado Social de Jesús y María. No se trata del mundo sin pecado de las teorías milenaristas, sino un Reino en el que el pecado, en la esfera pública, estará sujeto a las mismas limitaciones a las que hoy están sujetos la verdad y el bien; o sea, una radical exclusión social.

Es lícito desear el triunfo del Corazón Inmaculado para que contribuya a ello, pero más perfecto aún es desearlo para adorar a Dios, que ejerce su máxima justicia  misericordia.

No sólo debemos desear el fin de nuestros males, que de todos modos terminarán con nuestra muerte, sino el fin de los males de la Iglesia militante, que después de nuestra muerte proseguirá su camino hasta el fin del mundo. Y ante todo debemos desear el triunfo de la Iglesia sobre el Demonio y sobre la Revolución que desde hace tantos siglos la acomete.

 

ROBERTO DE MATTEI.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

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