Reflexión: Cizaña vs trigo, mostaza y levadura

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¿Alguna vez te has preguntado por qué Dios permite que haya gente mala que hace cosas malas?, ¿por qué no las barre de la tierra de una vez por todas o manda fuego del cielo que las achicharre? Si te lo has preguntado, quizá exasperadamente, no te pierdas las Lecturas que se proclaman en Misa este domingo porque ofrecen respuestas que quizá no habías considerado.

En el Evangelio Jesús cuenta acerca de un hombre en cuyo campo brotaron al mismo tiempo trigo que él había sembrado y cizaña que había sembrado un enemigo suyo, y cuando sus empleados le propusieron arrancar la cizaña se negó porque dijo que no quería correr el riesgo de que al arrancar la cizaña se arrancara también el trigo.(ver Mt 13, 24-30).

¿Te das cuenta? La primera razón que tiene Dios para no achicharrar a algún maloso es porque en una de ésas la achicharrada ¡te toca a ti! ¿Y a mí por qué?, dirás. Quizá estás pensando en que si los ejércitos modernos cuentan con las llamadas ‘bombas inteligentes’ que supuestamente caen en objetivos muy precisos sin dañar lo que está alrededor (lo cual como desgraciadamente se ha visto es falso), entonces Dios bien podría deshacerse de los malos sin tocar a nadie más, específicamente a ti.

¡Ah!, pero he aquí la cuestión: que no estamos viviendo una telenovela en la que los malos son siempre malos y los buenos siempre buenos. A veces los buenos hacen cosas malas y viceversa. Entonces si cuando un bueno hiciera algo malo le cayera un rayo, quizá hace tiempo que a ti y a mí ya nos hubieran fulminado.

Ah, ¿verdad? en nuestro afán de acabar con los malos se nos olvida que los malos no son los ‘otros’ sino que en muchas ocasiones desgraciadamente también nos queda ese calificativo ¡a nosotros!. Y si Dios no nos destruye de un plumazo no es porque no pueda, sino por lo que dice bellamente la Primera Lectura (ver Sab 12, 13.16-19): porque elige gobernarnos con delicadeza.

Esto me recuerda algo que salió en la televisión el otro día: un reportaje sobre una leona que llevaba a sus cachorros por el cuello. Quién sabe cómo le hacía porque si se le hubiera pasado la mano (o mejor dicho el colmillo), les hubiera cercenado la aorta y se hubieran desangrado en segundos, pero los llevaba con tal cuidado que no les pasó nada.

Así sucede con nosotros y Dios. Le dice el autor del libro de la Sabiduría: «Siendo Tú el dueño de la fuerza, juzgas con misericordia y nos gobiernas con delicadeza, porque tienes el poder y lo usas cuando quieres» (Sab 12,18).

Enfatiza que Dios elige ser delicado y misericordioso, ¿por qué?, lo dice también: porque quiere darnos tiempo a arrepentirnos.

Ello nos invita a considerar dos cosas: la primera, que no sabemos cuánto tiempo nos dará, así que más nos vale aprovecharlo porque puede terminarse antes de lo que pensamos (y no digamos que no nos lo ha advertido, pues continuamente nos pide que estemos preparados porque no sabemos ni el día ni la hora).

Y que mientras nos dure el tiempo, no estamos llamados a quedarnos de brazos cruzados mirando desanimados la abundancia de cizaña que nos rodea, sino a hacer nuestra parte para edificar el Reino confiados en que éste crecerá más que la cizaña. ¿Cómo lo sabemos? Porque además de presentarnos la parábola de la cizaña este domingo, la Iglesia incluyó otras dos que nos hablan de cómo el Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza o a un poco de levadura, cosas aparentemente insignificantes pero que llegan a aumentar su tamaño de manera impresionante (ver Mt 13, 31-11).

Entre paréntesis cabe comentar que si hubiéramos estado leyendo la Palabra en casa, quizá hubiéramos dado vuelta a la hoja y cerrado la Biblia al terminar de leer la parábola de la cizaña, pero algo muy rico que tiene el leer los textos bíblicos en Misa (además de en casa, desde luego), es que como se incluyeron también aquellas otras dos parábolas, eso nos obliga a preguntarnos por qué y a profundizar en lo que puede significar que se nos presenten juntas en un mismo contexto.

Y una posible interpretación sería ésta: se nos está invitando a recordar que el Reino de Dios está siempre creciendo, siempre en expansión, por lo que no hay que desanimarse si es mucha la cizaña pues es más lo que está creciendo el Reino, no importa si parece que tiene un comienzo minúsculo y débil: lo anima Dios que, como dice la Primera Lectura, tiene todo el poder y toda la fuerza.

Así pues, dejemos de repelar por la maldad en el mundo (ya seremos todos llevados a juicio un día, como lo deja claro Jesús al final del Evangelio) y no caigamos en la tentación de desalentarnos pensando que si hacemos algo bueno en el campo del Señor ni se nota ni provoca ninguna diferencia; sí la provoca. No olvidemos que cada gesto de perdón, de amor, de comprensión, de bondad, de clemencia, de solidaridad aunque aparentemente sea insignificante es semilla de mostaza, es levadura que hace crecer el Reino, calladamente, poquito a poco, hasta llegar a transformarlo todo.

Con Información de Alejandra Ma. Sosa E. 

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