El lunes, cisma. El Cisma Gay.

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Este lunes está previsto un acto de desafío a Roma en la iglesia de habla alemana que muchos comentaristas han decidido considerar como comienzo del cisma de nuestros días. Pero el lunes la iglesia alemana seguirá siendo la misma que hoy, y no es probable que el Vaticano lance un anatema.

¿Qué cisma? Solo un tercio de los sedicentes católicos de Estados Unidos cree en la Presencia Real. Pero nadie habla de ‘cisma norteamericano’, y sí de cisma alemán. La única diferencia real es que, en el primer caso, la jerarquía no ve razón para hacer proclamaciones de rebeldía y, en el segundo, parece que sí.

Es decir, hay ya algo que puede considerarse peor que un cisma, un cisma de las almas, de los fieles; un cisma de los pastores también, si se quiere, pero sin drama y sin hacerlo explícito. Basta con que nadie pronuncie la palabra ‘cisma’ para que las cosas sigan a partir del lunes más o menos como hasta ahora, en una lenta apostasía, una sangría silenciosa y sin innecesarios dramatismos, una putrefacción serena.

La cuestión es que es muy difícil que Francisco pueda hacer algo al respecto, tomar alguna medida tajante y clara que ponga un mínimo de orden y disipe la enorme confusión.

Para empezar, está a otras cosas, asuntos por los que ha mostrado mayor interés que por los específicamente doctrinales. En los últimos días, se ha ocupado con ardiente interés en la regulación de las finanzas internacionales, en los movimientos masivos de población, en la lucha contra el cambio climático, todo mientras el fiel mínimamente atento a las cuestiones eclesiales contemplaba los desafíos insólitos del ‘camino sinodal’ alemán a la unidad de la Iglesia.

Una aclaración doctrinal, por otra parte, exigiría un regreso a ese lenguaje preciso, exacto, completamente unívoco que ha empleado siempre la Iglesia en sus definiciones doctrinales (que se hayan hecho en latín, una lengua cuyos significados ya no pueden deformarse con el uso, no es algo ajeno a esta precisión), es decir, algo de lo que Francisco ha huido durante todo su pontificado. Ha dejado años sin contestar los Dubia sobre la exhortación postsinodal Amoris laetitia respetuosamente presentados por cuatro cardenales, porque las preguntas exigían respuestas muy precisas, sin opción a contestar con vagas metáforas.

La última frase que recuerdo de un mensaje suyo es “estamos llamados a soñar juntos”. ¿Qué significa, exactamente? ¿Cuándo antes se había dado un contenido teológico a un verbo tan impreciso como “soñar”? Pero suena bien, suena muy bien, especialmente a unas generaciones criadas viendo películas de Disney.

En tercer lugar, este es el ‘pontificado de la misericordia’, por no hablar del ‘diálogo’ y la ‘escucha atenta’. Una declaración dogmática o meramente doctrinal y clara, que suponga una condena del camino emprendido por el episcopado alemán, supondría a ojos del mundo una censura brutal con ese ‘estilo’, con la misericordia universal que sueña con un Judas en el Cielo.

Sí, ya sabemos los que hemos ido siguiendo las decisiones romanas, que esa misericordia es matizable, que se aplica preferentemente hacia los revolucionarios mientras los tradicionales reciben a menudo comisariamientos, censuras, sanciones e incluso excomuniones. Pero son menores, nada mediáticas, nada que quede realmente mal en un periódico.

Por último, el Santo Padre ha elegido unir su suerte con estos mismos renovadores que ahora desafían su autoridad. Fue elegido bajo la presión de un grupo de cardenales que tenía una agenda concreta, para que diera a la Iglesia impulso en una dirección concreta. Y ese grupo está perdiendo la paciencia, advirtiendo que el Pontífice les da largas y, si se me permite la expresión, les torea como quiere. Pero, sencillamente, no puede romper abiertamente con ellos, que son su gran apoyo. Para empezar, porque sabe que no le obedecerán, y eso sí sería dramático.

 

Infovaticana.

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