Me contaron hace unos días de una discusión entre uno de esos afectados de buenismo (es decir, de esos que creen que Dios nos ama tanto que no puede castigarnos, y que por eso, hagamos lo que hagamos, nos vamos al cielo directamente, pues el infierno o está vacío o no existe, lo mismo que el purgatorio) y un católico ortodoxo, quien en defensa de sus ideas le hizo esta pregunta: “Entonces, ¿tú crees que Hitler, después de suicidarse, se fue directamente al cielo?”.
Los católicos, para casos como éste, contamos con un libro, el Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), que contiene lo que la Iglesia piensa oficialmente sobre estos temas, y por tanto para nosotros es de enorme interés si queremos ser fieles católicos. Y nos dice sobre este punto: “El Nuevo Testamento… también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe” (nº 1021), retribución que puede ser de salvación (“bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo”, nº 1022), o de condenación (“para condenarse inmediatamente para siempre», nº 1022).
Nuestra fe nos enseña que Dios se hizo hombre para salvarnos y abrirnos las puertas del Cielo. El Catecismo nos enseña que “los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados viven para siempre con Cristo” (nº 1023), siendo “el cielo el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” (nº 1024), allí donde se consigue realizar la aspiración más profunda del ser humano, el ser feliz siempre.
¿Pero qué sucede con aquéllos que mueren en gracia de Dios pero sin estar perfectamente purificados? Éstos, “aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo” (nº 1030). La Iglesia llama purgatorio a esta purificación de la que nos hablan especialmente los Concilios de Florencia (DS 1304, D 693) y Trento (DS 1580 y 1820; D 840 y 983). Nuestra separación con estos difuntos no es totalmente radical, porque, como leemos en el segundo libro de los Macabeos, “obra santa y piadosa es orar por los muertos” (2 Mac 12,46) y “desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos” (nº 1032).
Y sobre el infierno, “morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección” (nº 1033). “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, ‘el fuego eterno’. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios” (nº 1035).
Dios “no quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 Pe 3,9). Pero la suerte del hombre no se decide solamente por nuestra actitud de fe o incredulidad con Dios, sino también en nuestra actitud ante nuestro prójimo, criatura e imagen de Dios, y aquí la Historia está llena de crímenes horribles y grandes maldades que van endureciendo a algunos hasta llevarles a un rechazo total de Dios. En el episodio de San Mateo sobre el Juicio Final (cf. Mt 25,31-46) encontramos el porqué unos irán al castigo eterno y otros a la vida eterna feliz. Pero no nos olvidemos que “aunque de Dios nadie se burla” (Gál 6,7), Él nos ama, quiere nuestra salvación, y por ello lo específico del cristiano es la esperanza, ya que “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación” (2 Cor 6,2).
por Pedro Trevijano.