Tengo miedo: a lo desconocido, a perder el trabajo, un puesto o un salario; al ridículo, a que se rían de mí, a ser distinto, del otro, al que está arriba… lll Parte.

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El mundo, como enemigo del alma que es, con todo su aparatoso poderío mediático, económico y administrativo, policial y jurídico, se asemeja a una hidra de siete cabezas que nos quiere sojuzgar con infinitos miedos, devorando nuestro tiempo, libertad y espíritu, además de la paz temporal y la gloria eterna.

El miedo crea una atmósfera opresiva en el ambiente, similar a un crudo invierno, que con sus nieves y fríos, impide a la naturaleza florecer y dar frutos. Un clima donde el terror y el pánico corren como vientos huracanados, arrancando de cuajo a quienes no tienen suficientemente enraizadas sus almas en el Temor de Dios. No debemos olvidar que este mundo que nos sobrecoge con su prepotencia, ha sido vencido, el Señor nos dice «no temáis, yo he vencido al mundo». «No temáis, pequeño rebaño».

En muchas ocasiones es grande el miedo a lo desconocido, teniendo en cuenta que aquello que no sabemos es demasiado. También existe el miedo a los compromisos y a las posibles equivocaciones en la toma de decisiones, a los eventuales rechazos y posibles fracasos; sin olvidar el miedo a perder un trabajo, un puesto o un salario.

La lista continúa y es muy larga: miedo a que se rían de nosotros, miedo al ridículo. Incluso el miedo al éxito y a alguna de sus consecuencias, como la envidia, que ha reducido a tantos a la mediocridad. ¡Cuántos santos y héroes quedaron en proyectos por el miedo a ser distintos! Perecieron bajo la opresión de la mediocre igualdad. Miedo del otro, miedo al que está arriba, que nos lleva a ser obsecuentes y serviles; miedo de los que están debajo, con los que se puede llegar a ser crueles e injustos; y miedo a los costados, delante o detrás. Todos ellos van socavando los cimientos de la Cristiandad, que se debilita por mentirosos que temen decir la verdad, por traidores que temen las consecuencias de la lealtad y sacrifican el bien común por miedo a perder su bien personal, en definitiva, se van quebrantando los vínculos de la caridad que deberían fortalecer el tejido social.

Podemos continuar desgranando temores y miedos. El miedo a comprometerse en proyectos concretos de vida perpetúa la adolescencia de muchos adultos que, asustados, entierran sus talentos ante la perspectiva de tener que dar cuenta de ellos; el Temor de Dios debería animarles a no presentarse el día del juicio con las manos vacías. Son presa de este miedo los eternos estudiantes que huyen del mundo laboral, incapaces de emprender con entusiasmo nuevas empresas. También los solteros empedernidos, que eternizan los flirteos, o el concubinato, antes de pronunciar con valentía el «sí quiero» al pie del altar. Como la higuera maldita, frondosos pero estériles, víctimas de un invierno peor que el de Narnia, los matrimonios egoístas se niegan a multiplicar ese talento maravilloso que es la vida. Otro miedo muy real es el de comprometerse cuando Dios llama a dejar las redes y seguirle. Algunos jóvenes, por sus miedos indecisos, llevarán una vida triste, como triste quedó el Señor cuando miró al joven rico. Bajo el temor mundano viven quienes rehúyen el contacto natural, real y directo, y solo se muestran valientes en el ciberespacio, ciudadanos de una tenebrosa civilización artificial.

En estos tiempos de crisis, tribulación y apostasía, por miedo a la persecución o a llegar a ser tentados más allá de nuestras fuerzas, se levantan oleadas de miedos escatológicos, que se alimentan con toda suerte de profecías, acontecimientos reales pero también de ciencia ficción. Es entonces cuando le llega a nuestra vida el Apocalipsis. El Enemigo utiliza la situación y adapta su método según su objetivo. A los católicos, el miedo apocalíptico los consigue paralizar quitándoles toda Esperanza en un mañana. Se quedan inmóviles como la mujer de Lot, estatuas de sal, que miran hacia Sodoma y Gomorra con nostalgia y hacia adelante con tristeza, sin avanzar por la senda mientras hay luz del sol, no dejando al Padre decidir la hora y el día en que se cerrará para siempre el Libro en que se escribe la historia. Logra convencerlos de que ya no hay nada que hacer. Entonces entierran sus talentos, y antes de salir a combatir se rinden ante la posibilidad de ser vencidos. De manera muy distinta procede el Enemigo con los malos, a quienes empuja en una frenética dinámica proselitista: van las sectas, de puerta en puerta, gritando ¡Maranatha! Así, no solo logra que apostaten de su Fe y abandonen sus tesoros espirituales, sino también los bienes materiales, que quedan,  en las manos del gurú para su disfrute.

Todos deberían animarse a avanzar por el camino que nos lleva a la Jerusalén Celeste, recordando que si Dios en el Antiguo Testamento, dirigió a su pueblo a través del desierto y nunca les faltó su guía de noche y de día, ni el agua para su sed, ni el maná para su alimento, Dios en el Nuevo Testamento, se ha revelado mucho más cercano por la Encarnación. Él nos aportará las gracias logísticas para que hagamos ese camino, confiados en que nunca nos faltarán ni sus gracias divinas, ni el pan de cada día.

Así como los miedos apocalípticos crecen por la situación de crisis en la jerarquía de la iglesia, los temores de los jefes nos afectan en todos los ámbitos. El miedo hace volubles a los jefes a la hora de las decisiones, cambiantes en sus determinaciones e inestables en el logro de sus objetivos, porque si los motivos y causas de sus decisiones se encuentran entre sus miedos, las consecuencias serán de terror. Es ingente la pléyade de jefes cobardes, que a la zaga de Pilatos han sido perjuros, pues cediendo paulatinamente han sido capaces de sacrificar la justicia y hasta su propio honor. Una vez perdido el Santo Temor de Dios, por miedo a la chusma y al qué dirán del Emperador o de algún dios del Panteón, llegan a condenar a muerte al mismo Hijo del Hombre.

Es frecuente ver tanto entre las autoridades civiles y militares, como en la jerarquía de los clérigos, con qué tranquilidad dejan bajo las patas de los caballos a muchos inocentes, tan solo por miedo a la opinión pública.

Distintos son los miedos, que multiplicados al infinito por la dinámica democrática, han llevado a la traición a tantos líderes cobardes, plebeyos irredentos, que un día serán juzgados por las almas nobles, que fueron libres de verdad, porque sólo temían a Dios. Su juicio lo hará el mismo Jesús, Nuestro Señor y Rey, que venciendo todos los miedos en Getsemaní, clavado en la cruz, dio la vida por nosotros en el Calvario.

 

Rvdo. P. José Ramón García Gallardo,.

CIRCULO SACERDOTAL CURA SANTA CRUZ.

Periódico La Esperanza.

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