No sé si ha sido la expresión más repetida del año que acaba, pero sí una de las más frecuentes y ominosas de sus últimos meses, marcados por la pandemia de coronavirus (mejor: por la reacción de las autoridades a la pandemia): el Gran Reinicio.
El proyecto se explica en un reportaje de portada de la revista TIME, en un libro de Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial y en un breve vídeo hecho público por este mismo organismo. Se trata de rehacer la civilización humana sobre mejores bases, cambiando por completo la forma en que vivimos, algo que ha acelerado y posibilitado, nos dicen, la peste del covid.
La jerarquía eclesiástica, y especialmente el Vaticano, no ha sido ajena a este Gran Reinicio, a la idea de que la Humanidad se encuentra ante una encrucijada inapelable y debe dar un giro radical para construir un mundo más justo y sostenible y ecológico que no fuerce a la Tierra a escenificar otra de sus “pataletas”, por usar la palabra elegida por el Santo Padre.
Todo esto sonará a quien sea mínimamente aficionado a la historia. La llegada del Milenio de la mano de los hombres, de un Gran Plan, es lo que animó la Revolución Francesa, y luego el marxismo internacional y todas las revoluciones que en el mundo han sido. También sabemos cómo han acabado todos estos planes grandiosos: como la Torre de Babel, la que iba a alcanzar el cielo.
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Porque el Gran Reinicio ya se ha producido, y todos vivimos de él. Solo que en vez de ser un ambicioso esquema de sabios llevado a cabo por los poderosos con gran publicidad y fanfarria, sucedió de espaldas al mundo, en la oscuridad y el silencio, en una aldea olvidada en los confines del Imperio Romano, cuando una jovencita del pueblo, desconocida, pronunció estas palabras: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Y ahí empezó la absoluta locura de un Dios que se rebaja hasta la condición de criatura, y de criatura material, para salvarnos y elevar a esa “esclava del Señor” al inconcebible título de Madre de Dios.
Ese es el único Gran Reinicio verdadero, del que seguimos viviendo, y ese es el único que necesitamos a este lado de la Gloria.
Con información de InfoVaticana