El triunfo del relativismo.

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“Tranquilos: Jesús no nació a medianoche y el 25 de diciembre no es su cumpleaños. Por lo que sabemos, podría haber nacido incluso en el mes de julio, por la mañana”. Son estas las palabras que pronunció, en la homilía del domingo pasado, el padre Ottavio De Bertolis, párroco jesuita de la iglesia del Gesù, en Roma. Palabras que inmediatamente han sido utilizadas por los periódicos filogubernamentales (especialmente il Fatto quotidiano) para apoyar las decisiones del gobierno respecto a las fiestas navideñas, adoptadas en el último decreto del presidente del Consejo de ministros (Dpcm sus siglas en italiano). Para el jesuita, el 25 de diciembre es solo “una fiesta pagana que los cristianos aplicaron a Jesús”.

Digámoslo con claridad entonces: renunciemos definitivamente a la confianza en el nacimiento del Salvador del mundo en una gruta de Belén, rindámonos a la idea de que la Navidad es una farsa y no pensemos más en ello. Porque esta admisión sobre la fecha del 25 de diciembre, reducida a una convención, no viene de un ateo convencido, ni de un historiador obstinado, sino de un hombre de fe, de un sacerdote que, por otra parte, parece expresar un pensamiento que no es independiente, sino que es, en el fondo, lo que piensa la Iglesia bergogliana.

Sin embargo, la (supuesta) racionalidad elevada a nivel de fe, la Biblia interpretada con los ojos estériles del científico, es un enfoque que elimina el valor profético del mensaje y que no presta un buen servicio al valor objetivo del Libro.

¿Que Jesús no nació el 25 de diciembre? Quizás… Pero la necesidad de humanizar la Salvación, de acercarla a la gente, llevó a cristalizar en la tradición una convención que ayuda de verdad a sentir a Dios como un compañero de viaje, como un niño nacido en una gruta. Eliminando la convención se corre el riesgo de eliminarlo todo. La forma y la sustancia. Porque la crítica a todos los Misterios de la fe está, en el fondo, a un paso. Si Jesús no nació en Navidad, entonces ¿por qué creer en la Eucaristía? ¿Por qué creer en la Confesión? ¿O en la virginidad de María? ¿Por qué? Ni la historia ni la ciencia demuestran estas Verdades. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Las eliminamos? ¿Se destruyen todos los iconos del Niños Jesús en nombre de la retórica habitual según la cual no era rubio y no tenía la piel clara?

Pero si lo hacemos, la duda de los fieles se convierte en la única verdad. Y la Verdad, eliminada por el relativismo tan justamente criticado por Ratzinger, deja de existir. La fe deja de ser un camino para la Salvación y se convierte en un cuento para dormir. Y la esperanza en una mera ilusión. Queda solo un enfoque panteista de tipo generalizado, en el que todo y nada vale. Sin forma. Informe y gris como el futuro que describe esta forma de pensar. Y el Faro, la Luz del mundo queda reducido a un lámpara decorativa.

Y todo esto, ¿en nombre de qué? En nombre de un apoyo a un Dpcm. A un decreto del gobierno que durará dos, tres, cinco años. Dos mil años de historia arrodillados ante un instante, ante el terror de que Dios no pueda ser más fuerte que un virus.

Publicado por Giuseppe Leonelli en l’Occidentale.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.

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