Adviento distinto.

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Hace unos años hice esta pregunta a adultos y niños en una reunión. Éstas fueron sus variadas respuestas: “La palabra ‘Navidad’ me recuerda: los romeritos; la rosca de frutas secas que hacía mi mamá; los buñuelos; el ‘gastadero’ loco de los regalos; el ‘oso’ de tener que ir a cenar a casa de mi familia política; los regalos de Santa Claus’; lo rico que huelen los arbolitos naturales; las flores de nochebuena; el ponche; las pachangas de la oficina; las ‘guarapetas’ con los cuates; que en mi infancia me llevaban a ver ‘la iluminación’ al centro; poner el Nacimiento; que nunca he sabido qué regalar o no he tenido con qué comprarlo; el agotamiento; las aglomeraciones; la lata de todo lo que se suele preparar; el tiradero que hay que levantar a la mañana siguiente; el recalentado; los fastidiosos villancicos de las luces de casa del vecino que no se callan nunca; las ‘porquerías’ que me regalan; los ‘atracones’ y los kilos de más; la tristeza por los que ya no están; las ganas de irme lo más lejos posible y volver cuando todo haya pasado.”

Cuando todos terminaron les hice notar que nadie mencionó a Jesús, cuyo Nacimiento es ¡la razón de ser de la Navidad! Se justificaron: ‘pediste que dijéramos lo primero que nos viene a la mente, bueno, pues eso fue lo primero.’

Recordé esto al reflexionar en lo que dice el profeta Isaías casi al final del texto que se proclama este Primer Domingo de Adviento como Primera Lectura en Misa.

Pero vamos por partes: Empieza preguntándole a Dios por qué nos ha dado la libertad de endurecer nuestro corazón y alejarnos de Él, y expresa un hondo anhelo de su corazón: “¡Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con Tu presencia!”(Is 63, 19).

Si no fuéramos cristianos, esta petición nos sonaría completamente absurda. ¿Cómo pedir a Dios Todopoderoso que baje a la tierra?, ¿cómo atreverse a proponerle al Altísimo que descienda hasta nuestra pequeñez? Es inimaginable, impensable. Es más descabellado que si el último de los trabajadores de mantenimiento de una empresa le dijera al dueño de ésta: ‘ojalá bajara Ud. de su oficina en el penthouse al sótano a echarme una mano’. Es algo que simplemente no se concibe.

Pues ¡sucedió! Y Dios no sólo no pasó esta súplica por alto ni se dio por ofendido, sino ¡condescendió a concederla!

Dice Isaías: “Descendiste y los montes se estremecieron con Tu presencia. Jamás se oyó decir, ni nadie vio jamás que otro Dios, fuera de Ti, hiciera tales cosas en favor de los que esperan en Él.

Esto recuerda cuando Dios descendió para comunicarse con Su pueblo y la cima del monte se estremecía. Pero anuncia también algo que en tiempos de Isaías era apenas un anhelo, pero que para nosotros ya ha sucedido: Dios descendió. Se abajó, vino a vivir a nuestro valle, “puso Su morada entre nosotros” (Jn 1,14).

Y las montañas se estremecieron bajo los pasos ligeros de María que, llevándolo en su seno, fue presurosa a visitar a su prima Isabel, y las entrañas de Isabel se estremecieron de alegría al reconocer en María a la Madre de su Señor (ver Lc 1,39-41).

Cabría entonces preguntarnos: nosotros, ¿también nos estremecemos?, ¿nos conmociona que Dios se haya hecho tan cercano? ¿nos sacude saberlo a nuestro lado?

Desafortunadamente parece que no. Llama la atención que luego de anunciar que Dios descendió, el profeta no exclame gozoso que a partir de ese momento todo cambió, que todo fue júbilo y paz, sino que reconozca que la gente siguió pecando, fue rebelde y que nadie invocaba el nombre del Señor (ver Is 64, 6).

¡Pareciera que se refiriera a nuestros tiempos! (esto fue lo que recordé tras la reunión aquella). Dios se hizo hombre y para celebrarlo organizamos celebraciones en Su honor, pero a Él ¡lo dejamos fuera!, ni invocamos Su nombre ¡ni nos acordamos de Él!

Si todo terminara ahí sería muy ‘desanimador’, pero no es así. El profeta afirma algo que renueva la esperanza, y que sigue vigente: “Sin embargo, Señor…nosotros somos el barro y Tú el Alfarero” (Is 64, 7), como quien dice, a pesar de todo somos barro fresco todavía moldeable.

¿Qué significa esto? que no somos roca, que no somos inmodificables ni estamos condenados a ser siempre rebeldes o siempre pecadores: tenemos remedio, si nos atrevemos a ponernos en manos de Aquel que nos creó y dejamos que nos renueve y acaricie, lime lo áspero, repare las quebraduras y modifique todo lo que no sea como soñó que sería cuando nos dio la vida.

Este domingo comienza el Adviento. Cuatro semanas para prepararte a experimentar el estremecimiento de saber que Dios descendió, que vino a vivir en este mundo, que nació en Belén porque te  ama tanto que quiso venir a compartir tu condición humana.

Será un Adviento como ningún otro, así como éste ha sido un año como ningún otro.

Tal vez estará despojado de todas esas cosas que se mencionaron al inicio. Quizá no habrá posadas ni pachangas y cuando llegue la Navidad no habrá cena ni regalos y el tal santa Claus se quedará (de eso sí me alegro) a ‘sana distancia’ en el Polo Norte.

Entonces, ¿qué nos quedará? ¿Tristear?, ¡No!, ¿hacernos bolita metidos en la cama para esperar que todo esto pase? ¡Tampoco! Es verdad que nos van a hacer falta muchas cosas, y sobre todos en demasiados casos, nos van a hacer falta seres queridos que ya no estarán aquí para celebrar con nosotros, pero no nos podemos permitir olvidar que ¡sigue vigente la razón para celebrar!

¡Dios se hizo uno de nosotros! ¡Ha estado, está y estará siempre a nuestro lado! No sólo abrió el Cielo y descendió, vino a llevarnos con Él, vino a salvarnos de la muerte y el pecado, vino a dar Su vida por nosotros para que podamos pasar la eternidad a Su lado! ¡Gracias a Él tenemos la esperanza de que no todo acabará al morir, que nos espera una felicidad que no se acabará, que volveremos a reunirnos con nuestros seres amados!

Empezamos el Adviento, un tiempo de preparación para la Navidad que este año será distinto, estará despojado de muchas cosas que antes nos distraían de lo esencial. Aprovechemos para vivirlo no con un gozo frívolo y superficial, sino fecundo y espiritual.

Tal vez no tengamos con qué decorar la casa, pero sí tenemos al menos 3 medios para embellecer nuestro corazón para recibir al Señor:

El primero, leer la Palabra de Dios. Dedicar diario un momento a leer y reflexionar las bellísimas Lecturas que se proclaman en Misa durante todo el Adviento.

El segundo, orar. Sentarnos ante un Nacimiento a contemplar a Jesús y a María; conversar con ellos, pedirles ayuda para vivir con amor, paz y fortaleza cada día.

El tercero, la caridad. Consideremos que si nosotros estamos padeciendo un duelo o una necesidad, siempre hay alguien que padece más. Podemos dedicar este tiempo para pensar qué podemos hacer en concreto para ayudar a los demás.

Que este Adviento en confinamiento no confine nuestro gozo, sino sea un tiempo precioso para volver la mirada, no al brillo de luces, esferas, obsequios, brindis, bengalas que deslumbran pero se apagan, sino hacia Aquel que es Luz del mundo, pues sólo Él puede derrotar todas nuestras tinieblas, rescatarnos de la oscuridad, darle sentido a nuestra vida y ofrecernos el mejor regalo: pasar a Su lado la eternidad.

Con información de Alejandra María Sosa Elízaga

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