Tengo un hijo con síndrome de Down que va a un cole de educación especial. Es el ser humano más bueno, apacible y maravilloso que habéis podido conocer. Convivir con él es un auténtico privilegio. A los cinco meses fue operado de una grave cardiopatía y le costó empezar a andar.
Fue a una escuela infantil de integración donde sus profesores y compañeros le trataron como a uno más y donde fue absolutamente feliz. Y la idea de su padre y la mía siempre fue llevarlo con su hermano a un colegio de educación inclusiva. Hasta que llegó el día de cambiarlo.
Nuestro hijo camina despacio y corre poco, tiene escapes, le cuesta mucho bajar y subir escaleras, tiene dificultad para concentrarse, le cuesta pronunciar y responder preguntas que vayan más allá de su realidad inmediata, a saber: la casa, la piscina y la Patrulla Canina. Así que, contra todo pronóstico, este año ha empezado felizmente Primaria (EBO) en un colegio de educación especial, con seis niños en su clase, donde cuenta con dos fabulosas maestras, una fisioterapeuta, una logopeda y un psicólogo que se desviven por sacar lo mejor de ellos.
No lo segrego. Al contrario: segregarlo sería dejarlo en un rincón de la clase chupándose el dedo mientras los otros 29 niños sin discapacidad -albricias- avanzan con el currículo, hablan de sus intereses o juegan al fútbol en el patio. Cerrar los ojos a la evidencia no ayuda. Cualquiera de los que realmente desean lo mejor para su educación y su futuro (hablo de maestros, personal técnico cualificado, pedagogos y médicos) os reconocerá abiertamente que eso significa una clase de pocos alumnos y un personal dedicado en cuerpo y alma a su desarrollo.
El mundo de la discapacidad es infinito en sus variables. Hay niños, por ejemplo, con discapacidades motóricas o sensoriales leves que pueden perfectamente integrarse en un aula regular. Otros lo harían hasta cierta edad y otros no sobrevivirían allí ni una tarde.
Tengo enfrente a personas que argumentan que estos espacios pueden estar integrados en los centros normalizados, que “concentrarlos es aislarlos y aislarse”, que la educación especial es un ghetto, que lo que se necesita es educación específica en todas las aulas de todos los centros “para que nadie sea apartado de sus iguales por motivos capacitistas”… Estoy segura que lo dicen desde el convencimiento de que eso sería lo ideal. Quizá yo también lo pensaba, hasta que la realidad, la incontestable realidad basada en la experiencia y en el amor a mi hijo, me salió al paso.
La ley Celáa habla de un plazo de diez años para vaciar estos centros y llevar a los niños con discapacidad a un mundo idílico de centros fabulosos llenos de recursos y con cientos de personas que dediquen horas al apoyo escolar de los nuevos inquilinos, donde “los discapacitados” -ese término colectivo tan políticamente manejable- puedan integrarse, y donde todo funcionará, y las diferencias no existirán y el lobo yacerá con el cordero.
Ni en diez años, ni en veinte. La enseñanza ordinaria hoy grita y protesta porque no hay recursos para lo más básico y no los habrá tampoco para cuando vacíen los centros de Educación Especial. No es el momento de intentar lo que es inviable y que, además, se ha mostrado a todas luces ineficaz.
Es una quimera hermosa y utópica hablar de una educación inclusiva en la que haya recursos para que los niños con discapacidad no queden relegados humana y académicamente. Pero, hoy por hoy, me temo, solo es una quimera.
Con información de Religión en Libertad/Mar Velasco