* Escribió también el Apóstol que «no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos». Estas palabras valen hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado…
* Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos! (Surco, 317)
Ante el hambre de paz, hemos de repetir con San Pablo:
Cristo es nuestra paz, pax nostra.
Los deseos de verdad deben recordarnos que Jesús es el camino, la verdad y la vida.
A quienes aspiran a la unidad, hemos de colocarles frente a Cristo que ruega para que estemos consummati in unum, consumados en la unidad.
El hambre de justicia debe conducirnos a la fuente originaria de la concordia entre los hombres: el ser y saberse hijos del Padre, hermanos.
Paz, verdad, unidad, justicia.
¡Qué difícil parece a veces la tarea de superar las barreras, que impiden la convivencia humana! Y, sin embargo, los cristianos estamos llamados a realizar ese gran milagro de la fraternidad: conseguir, con la gracia de Dios, que los hombres se traten cristianamente, llevando los unos las cargas de los otros, viviendo el mandamiento del Amor, que es vínculo de la perfección y resumen de la ley. (Es Cristo que pasa, 157)

Por SAN JOSEMARÍA.