La elección en Estados Unidos nos sirvió para quitarle el velo a una situación que ya veníamos advirtiendo: en México no hay derecha. Al menos política e institucionalmente hablando.
El sistema pluripartidista en México, mas allá de darnos opciones diversas o posturas políticas totalmente antagónicas en cuanto a sus valores y maneras de entender el mundo, nos presenta una escala de grises de la misma izquierda posrevolucionaria.
Tenemos al partido político históricamente relacionado con la derecha y el conservadurismo –el PAN– apoyando todo tipo de agendas identitarias y colectivistas, repleto de feminismo, lenguaje incluyente y nuevas masculinidades.
No asombra la ignorancia ideológica en lo cultural, aunque en lo económico también le coquetean descaradamente a la izquierda, presentan propuestas sobre redistribución de la riqueza y hasta posicionan desde el Congreso Federal la necesidad de una especie de renta básica universal (utilizando al comunista español Pablo Iglesias como referente intelectual, así sin pudor). Todo un bodrio, pues.
En el contexto del ejercicio electoral estadounidense, las caras más visibles del –cada día mas desdibujado– panismo le apostaron todas las fichas al candidato demócrata Joe Biden, entre ellos Ricardo Anaya, candidato presidencial en 2018. Dejando de manifiesto lo perdida que tiene la brújula ideológica el partido más grande de oposición.
Ciertamente, en estas latitudes apoyar abiertamente a un personaje como Donald Trump no es bien recibido en la opinión pública. El obsceno bombardeo de la prensa ha sido muy efectivo en pintarlo como el enemigo público número uno de los latinos. Pero de ahí a sumarse en apoyo a una agenda totalmente incompatible con los principios humanistas del PAN, es algo que ya raya en la locura ideológica.
¿A qué le tiran? ¿a quiénes le hablan? Imposible saberlo.
¿Pragmatismo político? Lo dudo. A menos que tuvieran la inocente esperanza de ver cobijadas sus aspiraciones electorales desde el vecino del norte echando mano del supuesto rencor que le tendría Joe Biden a López Obrador –derivado de la cercanía de este último con Donald Trump–.
De ser el caso, si el partido demócrata arriba al poder, verá por sus propios intereses y estimará mucho más rentable hacer alianzas con el ala progresista de MORENA (de donde seguramente saldrá el sucesor de López Obrador) que hacer pactos con el Panismo posmoderno que ni siquiera sabe si es niño o niña.
Donald Trump y Andrés Manuel –por encima de sus innegables diferencias ideológicas– se entienden, se respetan y me atrevo a decir que hasta se estiman.
Ambos tuvieron colaboraciones y concesiones mutuas. Llevaron la relación bilateral a un terreno que podría beneficiar a ambas partes de acuerdo con sus posibilidades. Dos mandatarios en funciones no podrían actuar de distinta forma.
Estos dos presidentes tienen algunas similitudes en su trayectoria política, pero no se explican desde la narrativa oficial de la exquisita élite intelectual mexicana que todo lo reduce a que ambos son “populistas”, como si ese mote tremendamente satanizado realmente significara algo concreto más allá de las propias fobias de la tecnocracia liberal que detesta todo lo que suene y huela a pueblo. Se les olvida que todo político será por definición populista. Lo que ambos mandatarios tienen en común es su liderazgo carismático en el entendido weberiano: su posición de renegados en su lucha “antisistema” y el rechazo a la corrección política.
Estas últimas características han hecho que se diga que AMLO es de derecha (lo que nos faltaba) simplemente porque no se monta en el tren multicolor del progresismo. Si no se sube, es porque simplemente no necesita subirse.
López Obrador, mas que un conservador, es un pragmático. Conoce a su gente y sabe que a su principal votante le importa un carajo la frívola agenda progre. Es decir, no le resta significativamente mandar a todo ese sector por un tubo.
AMLO detesta a las élites. Detesta que tanto ideas como personas manden sobre él. No permitirá que una minoría adoctrinada, vociferante y mainstream le diga cómo hablar y cómo gobernar. Hasta el momento no se ha arrodillado ante la corrección política, pero eso no lo hace menos de izquierda.
Si bien López Obrador no es ni será de derecha, sí es lo mejor que le pudo pasar al conservador mexicano. Es una verdadera lástima que de momento no exista ningún partido político que pueda capitalizar esa beneficiosa coyuntura que mantiene vulnerable y raquítico al progresismo en México.
La derecha llegará, pero llegará tarde, como es costumbre en ella. Llegará hasta que el sector progresista de MORENA haya tomado las riendas del poder y su agenda esté enroscada como serpiente en cada rincón institucional. Al tiempo.
Con información de Gaceta