El milagro del sol: 13 de octubre de 1917

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Comprendimos que fuimos muy afortunados. Con mucho entusiasmo, mi compañero fue de grupo en grupo en Cova da Iria, y después por la parte de fuera del camino, investigando lo que habían visto. Las personas interrogadas pertenecían a diversas clases sociales; todos afirmaron unánimemente la realidad del fenómeno que nosotros mismos habíamos presenciado. 

(João M. de Marchi, Era uma Senhora mais brilhante que o sol, p. 135)

A pesar de todo, había miles de seres humanos y caballerías por los caminos de la República aquella noche, pues la fe es más fuerte que la duda, y el amor más atrevido que el odio. Católicos devotos en todas las aldeas se habían enterado que Nuestra Señora había prometido volver a Cova da Iria para realizar un milagro el 13 de octubre.

Poco les importaba que lloviese o luciese el sol. Familias campesinas colocaban sus cestas de mimbres y cántaros de barro con agua sobre sus hombros, o los metían en las seras a lomo de los burros, y partían bajo la cubierta de nubes bajas. Padres y madres transportaban en sus brazos a hijos enfermos o cojos a lo largo de enormes trayectos.

Los pescadores dejaban sus redes y botes en las ensenadas de Vieira y marchaban a los caminos llenos de barro. Labradores de Monte Real, marineros de los barcos anclados en los puertos de Oporto o del Algarve, operarios de las fábricas de Lisboa, serranas de Minde o Soublio, señoras y caballeros, fregatrices, mozos de café, jóvenes y viejos, ricos y pobres, toda clase de gente (aunque la mayoría pertenecía a las clases humildes e iban descalzos, dominando los obreros con sus familiares) avanzaba aquella noche sobre el fango, bajo la tenaz lluvia, como un gran ejército disperso, convergiendo hacia Fátima, en la esperanza de encontrar allí alguna merced de salud o conversión, perdón de pecados, consuelo para una pena, el comienzo de una vida mejor, la bendición de la Madre de Dios. 

No importaba a estos devotos que los pantalones empapados o las faldas enlodadas se ciñesen a sus piernas a medida que progresaban, con pies desnudos, sobre el mar de barro o metiéndose en los charcos de los malos caminos. Fragmentos de viejos himnos eran devueltos por el eco desde los húmedos riscos o descendían llevados por el viento desde la oscuridad de un camino solitario. “¡Ave, Ave, Ave María!” Por algo los antecesores de este pueblo cantaban el Salve Regina sobre la cubierta de los galeones en el Océano índico o en los balleneros en el mar de la China. Hubiese sido una buena lección para algunos de los políticos de Lisboa el que pudiesen haber oído aquellos cánticos. Se oían carcajadas entre los grupos de varias familias que caminaban juntas. No carecieron, sin embargo, de información. Avelino do Almeida, director-gerente de «O Século», el mayor diario do Lisboa, que se dirigía a Cova da Iria para informar a sus lectores, describió a algunos de los peregrinos que encontró cerca de Chao da Maçàs antes de comenzar la lluvia: 

“Casi todos, hombres y mujeres, iban descalzos, llevando las mujeres su calzado en talegas sobre sus cabezas, y apoyándose los hombres en grandes cayados y empuñando otros sus paraguas. Se diría que todos se olvidaban de prestar atención a lo que ocurría a su alrededor, con gran falta de interés por el viaje, habiendo peregrinos que, absortos cual en un sueño, iban rezando su rosario con triste canturreo rítmico. Una mujer rezaba la primera parte del Avemaría, y sus compañeros, en coro, recitaban la segunda parte de la oración. Con pasos seguros y rítmicos avanzaban por el camino polvoriento que corre entre los bosques de pinos y las plantaciones de olivos, con la intención de llegar antes de la noche al lugar de la aparición, donde, bajo la serena y fría luz de las estrellas, esperaban poder dormir, situándose en los primeros puestos cerca de la carrasca bendita, para poder ver mejor.” 

No era la devoción lo que llevaba al gerente de «O Século» a Fátima. Almeida era un francmasón que no disimulaba su antipatía por los sacerdotes, sacramentos, creencias y dogmas. Pero tanto se había hablado de las apariciones, que no cabía ignorarlo, y él estaba conceptuado como uno de los mejores periodistas de Portugal. Su gacetilla, publicada en «O Século» de la mañana del 13 de octubre, le revela como un caballero cínico, amable, que no creía, pero que no desea dañar o ridiculizar a los que creen: 

“Miles de personas se apresuran hacia una campiña vasta y agreste en las proximidades de Ourem para ver y oír a la Virgen María. ¡Que no se ofendan las almas piadosas ni se asusten los corazones creyentes y puros: no tenemos intención de escandalizar a aquellos que sinceramente se mantienen en su fe y a quienes el milagro aún atrae, seduce, encanta, consuela y fortifica, cual ha sucedido durante miles de años!…” 

Éste es sólo un corto artículo de periódico sobre un suceso que no es nuevo en la historia del Catolicismo… Algunos lo consideran como un mensaje del cielo y una gracia; otros ven en él una señal y una prueba de que el espíritu de superstición y fanatismo ha echado raíces profundas que es difícil o hasta imposible destruir. 

“Las épocas de grandes calamidades han revivido y renovado siempre las ideas religiosas y las han favorecido. Y la guerra, que azota en todas partes, les ofrece el terreno más favorable y fértil para su desarrollo. Vemos esto confirmado en la vida de las trincheras y aun en la atmósfera espiritual de los países beligerantes.” 

Después de algunas observaciones relativas a los especuladores que indudablemente esperaban sacar ventaja de la credulidad de las masas, daba un relato imparcial de los acontecimientos de Fátima y recordaba apariciones anteriores de la Santa Virgen en Lourdes, La Salette y otros lugares. Después continuaba con más ironía: 

“El milagro tiene lugar entre mediodía y la una de la tarde, según aquellos que han estado allí. Pero no todos tienen la suerte de ver la santa figura. El número de los escogidos parece ser muy pequeño. A pesar de sus esfuerzos, muchos no ven nada. Ésta es la razón de que aquellos que se encuentran cerca de los niños se contenten con oírles hablar con una compañera invisible. Otros, por el contrario, distinguen en momentos solemnes y divinos las estrellas brillando en el firmamento, aun estando el sol en el cénit. Éstos oyen un ruido subterráneo que anuncia la presencia de la Señora. Pretenden que la temperatura desciende y comparan las impresiones de aquel momento con las que han experimentado durante un eclipse de sol… 

“Conforme a lo que dicen los niños, la figura de la Virgen aparece sobre una carrasca rodeada por todas partes de una nube… La sugestión de las masas, producida allí por lo sobrenatural y alentada por una fuerza sobrehumana, es tan potente que los ojos se llenan de lágrimas, las caras toman palidez cadavérica, hombres y mujeres caen de rodillas, cantan plegarias y recitan juntos el Rosario. 

“No sabemos si ha habido ya personas ciegas que han recuperado la vista, paralíticos que han recobrado el uso de sus miembros, pecadores empedernidos que han abandonado el camino del pecado para sumergirse en el agua purificadora de la penitencia. 

“Pero eso no importa. La noticia de las apariciones se ha propagado desde el Algarve hasta el Miño. Desde el día de la Ascensión los peregrinos han acudido por miles hasta allí, en el día 13 de cada mes, de las cercanías y de las lejanías. No bastan los medios de transporte. 

“El clero del lugar y de la vecindad mantiene con respecto a los hechos una prudente reserva, por lo menos en apariencia. Es la costumbre de la Iglesia. Proclama en alta voz que en tales circunstancias la duda no significa nada, pues las dudas también proceden del diablo. Pero secretamente se regocija por la gran concurrencia de peregrinos, que desde mayo se han hecho cada vez más numerosos. 

“Y hasta hay gente que sueña con una iglesia grande y magnífica, siempre llena, con grandes hoteles en las proximidades que posean todo el confort moderno, con tiendas bien provistas de miles de objetos piadosos y recuerdos de Nuestra Señora de Fátima, y con un ferrocarril que nos llevará al futuro santuario milagroso más cómodamente que los autobuses en los que, por el momento, la masa de los fieles y curiosos realiza el viaje…” 

Mientras el autor de estas observaciones pesimistas se dirigía a Ourem, y más tarde, con incomodidad mayor, a Cova da Iria, las familias de Abóbora y Marto, después de una noche en vela escuchando el golpear de las gotas de lluvia sobre el tejado, se levantaban en el triste amanecer. Apenas se teñía el Este de una tonalidad gris apagada y ya los primeros peregrinos, calados, llegaban, golpeando sus puertas. Pronto había docenas y veintenas de ellos, que no sólo rodeaban las dos casas clamando por ver a los niños, sino que alegremente forzaban su camino al interior sin esperar a ser invitados para ello. Tía Olimpia estaba furiosa al ver cómo manchaban sus suelos con el agua que chorreaban y el barro rojizo de los campos. Tío Marto aún le echa en cara su comportamiento, yendo de aquí para allá, intentando tener listos a los niños y contestando al mismo tiempo a las preguntas de la turba que daba empellones. La cosa llegó a su límite cuando estos forasteros comenzaron a instalarse en sus camas y arcones. 

—¡Marchaos de aquí todos vosotros! —gritó. 

La gente no hizo caso. Y unos pocos más se abrieron camino hacia dentro. 

—Déjalos solos, mujer —le aconsejó su marido—. Cuando la casa esté llena, no podrán entrar más. 

Un vecino le cogió por la manga y le dijo al oído: 

—Tío Marto, harías mejor no yendo a Cova da Iria. Podían pegarte. A los pequeños, no. Son niños, y nadie les hará daño. Tú corres el peligro de ser arrastrado. 

—Voy, desde luego —respondió el otro—, y no tengo miedo a nadie. No dudo que todo marchará bien. 

Olimpia no compartía esta confianza. Rogaba fervientemente a Nuestra Señora que protegiese en ese día a ella y a su familia, y todavía se sorprende de cómo sus hijos pudieron haber permanecido tan tranquilos y sin miedo en medio de aquel desorden. 

—Si nos matan —dijo Jacinta—, nos vamos al cielo. Pero aquellos que nos ataquen, pobres infelices, se van al infierno. 

Uno de los intrusos en la casa de tío Marto fue una baronesa de Pombalinho, que insistió en recalar dos vestidos adornados, uno azul para Lucía y otro blanco para Jacinta. Las niñas los rehusaron, prefiriendo los suyos blancos de la Primera Comunión. Finalmente, después de gran trabajo, lograron tomar un bocado y escabullirse de la casa. En el último momento María Rosa se puso su chal y dijo que les acompañaría. 

—Sé que van a mataros —dijo con lágrimas en los ojos a Lucía—. Muy bien; si debéis ir, yo iré también y moriré con vosotros. 

Fue un viaje largo y lento. El camino estaba repleto de personas desde Fátima a Cova da Iria. Hombres y mujeres se arrodillaban en el espeso cieno a ambos lados del camino, implorando sus plegarias. Alargaban las manos para tocarles. Burros mojados les rozaban al pasar. Los paraguas amenazaban sacarles los ojos. Pero ¡qué espectáculo cuando por fin llegaron a las proximidades del escenario de las apariciones! Unos 70.000 hombres, mujeres y niños, gentes de todas edades y condiciones, estaban aguardándoles pacientemente bajo la lluvia; una masa oscura bajo innumerables paraguas, sombreros chorreando, mantas empapadas. Estaban tan apretados entre la carretera y la carrasca, que los niños sólo pudieron pasar con la ayuda de un chófer, quien cogió a Jacinta y la subió a su hombro, gritando: 

— ¡Abrid camino para los niños que vieron a Nuestra Señora! 

Seguía tío Marto con Lucía y Francisco. Cuando alcanzaron el sitio de las apariciones, se sorprendió aquél de ver allí ya a su mujer. La había olvidado en su ansiedad por Jacinta. “Mi Olimpia apareció por otro lado, no sé por dónde”, confiesa. Sea como fuese, ella llegó a encontrarse junto al tronco de la carrasca, que María Carreira había adornado, así como su mesa para limosnas, con guirnaldas de flores. La multitud acechaba y atisbaba de aquí para allá, se refugiaba bajo paraguas, se apelotonaba para calentarse y miraba al cielo cargado de nubes del Este. Las voces repetían el Rosario en varias cadencias rítmicas. Un sacerdote que había estado rezando toda la noche entre la lluvia y el barro, leía su breviario y miraba nerviosamente de vez en cuando su reloj. De pronto, se volvió hacia los niños y les preguntó a qué hora iba a llegar Nuestra Señora. 

—Al mediodía —replicó Lucía. 

Miró de nuevo su reloj y dijo con gesto de desaprobación: 

—Ya es mediodía. Nuestra Señora no es una embustera. Ya veremos. 

Casi todos los presentes estaban ya rezando el Rosario: Ave, Maria, cheia de graça… Santa Maria, Mãi de Deus, rogai por nos pecadores… 

— ¡Cerrad vuestras sombrillas! —gritó Lucía. 

Nunca supo porqué lo dijo, y uno tras otro obedecieron, aunque la lluvia seguía cayendo. “¡Cerrad vuestras sombrillas!”, dijeron uno tras otro. Todos aguardaron pacientemente bajo la lluvia. Pasaron unos minutos más. El sacerdote miró de nuevo a su reloj. 

—Ha pasado mediodía. ¡Fuera con todo esto! Todo es una ilusión. 

Comenzó a empujar a los tres niños con sus manos, si damos crédito a la memoria de María Carreira (45). Pero Lucía, casi con lágrimas, se negó a moverse, diciendo: 

—Quien quiera marcharse, se puede ir; pero yo no me voy. Nuestra Señora nos dijo que viniéramos. La vimos otras veces y la vamos a ver de nuevo. 

Murmullos y quejas de desilusión principiaban a exteriorizarse entre los presentes. Entonces, de repente, Lucía miró hacia el Este y gritó: 

—Jacinta, arrodíllate, pues ahora veo a Nuestra Señora allá. ¡Puedo ver el relámpago! 

—¡Cuidado, hija! —era la voz chillona de María Rosa—. ¡No te dejes engañar! 

Lucía no escuchó la advertencia. Aquellos próximos a ello notaron que su cara se sonrojaba y se hacía de una belleza transparente. Estaba ya contemplando extasiada a la propia Señora, que aparecía de pie, en medio de un torrente de luz blanca, sobre las flores con que María Carreira había adornado el tronco de la carrasca. Jacinta y Francisco, a cada lado de ella, tenían asimismo fija la mirada, ambos radiantes, ambos olvidados por completo de la multitud a su alrededor. 

—¿Qué quieres de mí? —preguntó Lucía, arrodillándose con los otros. 

La lluvia fina caía sobre su rostro en alto. 

—Quiero decirte que ellos construyan aquí, en mi honor, una capilla. Soy la Virgen del Rosario. Que continúen rezándome el Rosario todos los días. La guerra va a terminar y los soldados regresarán pronto a sus casas. 

—Tengo que preguntarte muchas cosas —dijo Lucía—. La curación de algunas personas, la conversión de algunos pecadores… 

—Unos, sí; otros, no. Es necesario que corrijan sus vidas y pidan perdón por sus pecados. 

Su rostro se puso más serio al continuar diciendo: 

—Que no agravien a Dios, pues Él está ya muy ofendido. 

Luego la Señora del Rosario abrió sus blancas manos, como siempre, y le pareció a Lucía que la luz que salía de ellas ascendía hacia el punto donde debería encontrarse el sol directamente a lo alto, y que era más brillante que cualquier luz solar. Quizá fue en este momento cuando la multitud vio abrirse las nubes cual dos enormes cortinas que se descorrían, apareciendo el sol entre ellas en el claro azul como un disco de blanco fuego. Muchos oyeron a Lucía gritar: “¡Mirad al sol!”; pero esto lo dijo en estado de éxtasis y ella no lo recuerda, pues estaba completamente absorta en algo que vio donde el sol debía encontrarse. 

Al desaparecer la Señora en el propio resplandor que provenía de sus manos abiertas, aparecieron en el cénit tres cuadros que simbolizaban, uno tras otro, los Misterios Gozosos, Dolorosos y Gloriosos del Rosario. El primero era una representación precisa de la Sagrada Familia. Nuestra Señora, con su tradicional túnica blanca cubierta con un manto azul, y San José a su lado sosteniendo en su brazo al Niño Jesús, San José de blanco y el Niño de rojo vivo. Se oyó a Lucía decir: “¡San José nos va a bendecir!” Los tres niños vieron esta primera visión, y al Santo hacer tres veces la señal de la cruz sobre la multitud. El Santo Niño hizo lo mismo. La siguiente visión, vista sólo por Lucía, fue la de Nuestra Señora de los Dolores en el atavío negro que le asigna la tradición, la Mater Dolorosa del Viernes Santo, pero sin el puñal en su pecho, y a su lado estaba su Divino Hijo transido de dolor, como cuando Él La encontró en el camino del Calvario. Lucía sólo percibió la parte superior de Su figura. Contemplaba Él con piedad a la multitud por quien había muerto, y elevaba Su mano para hacer la señal de la cruz sobre ella. Apareció entonces Nuestra Señora en una tercera visión gloriosa bajo la forma de Nuestra Señora del Monte Carmelo, coronada como Reina del cielo y del mundo, con su Hijo infante sobre sus rodillas. 

La gente no vio nada de esto: no hay al menos confirmación indubitable de la pretensión, exteriorizada por algunas personas, de haber visto a la Señora. Lo que todos vieron, sin embargo, fue algo estupendo, nunca oído, casi apocalíptico. El sol lucía en el transparente cénit como un gran disco de plata al que, aunque brillante como cualquier sol visto en ocasión normal, se podía mirar directamente sin cerrar los ojos y con una satisfacción única y deliciosa. Esto sólo duró un momento. Mientras lo contemplaban, la gigantesca bola comenzó a “danzar”: ésta fue la palabra que todos los observadores aplicaron al fenómeno. Primero se le vio girar rápidamente a modo de gigantesca rueda de fuego. Después de cierto tiempo se detuvo. Entonces giró de nuevo con velocidad vertiginosa, espeluznante. Finalmente, apareció en el borde una orla carmín que se esparció por el cielo, irradiando haces de llamas rojo sangre, como si precediesen de un torbellino infernal, reflejando sucesivamente sobre la tierra, los árboles y matorrales, sobre los rostros vueltos hacia lo alto y los trajes, una serie de brillantes colores: verde, rojo, naranja, azul violeta, todo el espectro, en suma. Girando locamente bajo esta apariencia, por tres veces, la ígnea esfera pareció temblar, estremecerse y después arrojarse precipitadamente en ingente zigzag hacia la multitud. 

Un tremendo grito salió de los labios de miles de personas aterrorizadas, que se arrodillaron creyendo que había llegado el fin del mundo. Algunos dijeron que el aire se hizo más cálido en ese instante; no se hubiesen sorprendido si todo a su alrededor hubiera estallado en llamas, envolviéndoles y consumiéndoles. 

— ¡Ay, Jesús, todos vamos a morir aquí! 

— ¡Sálvanos, Jesús! ¡Señora nuestra, sálvanos! 

— ¡Oh, Dios mío, me arrepiento!… 

Y uno comenzó a rezar el acto de contrición. Algunos que habían venido pura burlarse se postraron, bajando sus cabezas, y prorrumpieron en sollozos y rezos. El Marqués de la Cruz exclamó: 

— ¡Oh, Dios mío, cuán grande es Tu poderío! 

Esto duró unos diez minutos quizá. Después todos vieron que el sol principió a elevarse con el mismo recorrido en zigzag hacia el punto donde había aparecido antes. Nadie pudo seguir mirándole por más tiempo. Era el sol de siempre. Las personas se miraron unas a otras llenas de asombro y alegría. “¡Milagro, milagro! ¡Los niños tenían razón! ¡Nuestra Señora ha hecho el milagro! ¡Bendita sea Nuestra Señora!” Los gritos se extendían a toda la extensión de Cova da Iria. Unos reían, otros lloraban de gozo. Muchos descubrían que sus vestidos se habían secado por completo, de manera inexplicable. 

Avelino da Almeida dio cuenta del suceso en «O Século» del 17 de octubre como: 

Un espectáculo único e increíble si uno no hubiese sido testigo de él… Se puede ver a la inmensa muchedumbre vuelta hacia el sol, que se presenta libre de nubes al mediodía. El gran astro del cielo le hace a uno pensar en una placa de plata, y es posible contemplarle directamente sin la menor molestia. No quema ni ciega, cómo sucede en un eclipse. Pero de pronto estalla un clamor colosal y oímos gritar a los espectadores más próximos: ¡Milagro, milagro! ¡Maravilla, maravilla! 

Ante los ojos atónitos de la gente, cuya actitud nos transporta a los tiempos bíblicos, y la que, aterrorizada, con las cabezas al descubierto, mira el azul del cielo, el sol ha temblado y ha efectuado algunos movimientos bruscos, sin precedente dentro de las leyes cósmicas: el sol ha danzado, conforme a la expresión típica de los campesinos… Un anciano cuya estatura y rostro a la vez apacible y enérgico recuerda los de Paul Déroulède, aparece vuelto hacia el sol y reza el Credo en voz alta desde el principio hasta el fin. Pregunto su nombre. Es el señor João María Amado de Meló Ramalho da Cunha Vasconcelos. Le vi más tarde increpando a aquellos que en sus proximidades se habían mantenido cubiertos, instándoles con vehemencia a descubrirse ante tan extraordinaria demostración de la existencia de Dios. Escenas análogas se habían repetido en todos sitios… 

Los presentes se preguntan entre sí, si han visto algo y lo que han visto. La mayoría confiesa que han visto el temblor y baile del sol. Otros, sin embargo, declaran que han visto el propio rostro sonriente de la Virgen; juran que el sol dio vueltas sobre sí mismo como una rueda de fuegos artificiales; que cayó casi hasta el punto de quemar la tierra con sus rayos… 

“Otro cuenta que él le ha visto cambiar, sucesivamente, de color… 

Son las tres de la tarde aproximadamente. El cielo está límpido y el sol sigue su curso con su habitual brillo, de modo que nadie se atreve a mirarle directamente. ¿Y los pastores?…

Lucía, la que habla con la Virgen, anuncia con movimientos teatrales, sobre el cuello de un hombre que la lleva de grupo en grupo, que la guerra está terminando y que los soldados van a regresar a sus casas. Tales noticias, sin embargo, no aumentan la alegría de los que oyen a las niñas. La Señal celestial: eso es todo. Hay mucha curiosidad, no obstante, por ver a las dos niñas con sus guirnaldas de rosas; algunos intentan besar la mano de las pequeñas santas, y una de las dos, Jacinta, está más próxima a desmayarse que a bromear. Pero la aspiración de todos —la Señal en el cielo— ha bastado para dejarles satisfechos, para arraigarles en su fe, comparable a la de los bretones… 

Su dispersión se efectúa después rápidamente y sin incidentes, sin desorden do ninguna clase, sin necesidad de ninguna intervención de los pelotones de policías. Los peregrinos que parten en primer lugar con prisa por recorrer su camino, son aquellos que llegaron primero con sus zapatos sobre sus cabezas o colgados en sus cayados. Marchan con sus almas impregnadas de alegría para propagar las buenas noticias por las poblaciones que no se despoblaron del todo para acudir hasta allí. ¿Y los sacerdotes? Algunos se han visto en el lugar, permaneciendo más bien junto a los espectadores curiosos que en compañía de peregrinos ávidos de favores celestiales. Quizá de vez en cuando alguno no consigue ocultar la satisfacción que se refleja tan a menudo en las caras de los que triunfan… Incumbe a las personas competentes el fallar sobre la danse macabre del sol, que hoy, en Fátima, ha hecho salir de los pechos de los creyentes el Hosanna y ha impresionado, naturalmente —así lo aseguran testigos dignos de crédito—, hasta a librepensadores y a otras personas no interesadas en asuntos religiosos que han venido a este, en otro tiempo, renombrado lugar campestre.” 

Por todo Portugal la Prensa anticlerical se vio obligada a aportar testimonio similar de lo ocurrido. Había acuerdo general en lo esencial. Como escribió el doctor Domingos Pinto Corlho en «O Ordem»: 

“El sol, a ratos rodeado de llamas de color carmín, en otros aureolado de amarillo y rojo, y en ocasiones moviéndose en rápido movimiento de rotación, pareció desprenderse del cielo para aproximarse a la tierra e irradiar intenso calor.” 

Las teorías del hipnotismo o sugestión en masa fueron descartadas cuando se supo que testigos de confianza que no figuraban entre los concurrentes a Cova da Iria habían visto el milagro a muchos kilómetros de distancia. El poeta Alfonso Lopes Vieria lo vio desde su casa, en San Pedro de Moel, a 40 kilómetros de Fátima. El Padre Inacio Lourenço dijo más tarde que lo había presenciado desde Alburita, a unos 18 o 19 kilómetros de distancia, cuando era niño de nueve años. Él y algunos escolares suyos oyeron gritar a personas en la calle próxima. Salieron corriendo de la escuela con su profesora, doña Delfina Pereira Lopes, para ver con asombro el giro y descenso del sol. 

Era como un globo de nieve que girase sobre sí mismo —escribió—. Después, repentinamente, pareció venirse hacia abajo en zigzag, amenazando caer sobre la tierra. Asustado, corrí a guarecerme entre la multitud. Todos estaban llorando, esperando de un momento a otro el fin del mundo. 

Cerca de nosotros había un incrédulo sin religión, que se había pasado la mañana burlándose de los tontos que habían hecho todo aquel viaje hasta Fátima para ir a ver a una niña. Me fijé en él. Aparecía como paralizado, como herido por el rayo, con sus ojos fijos en el sol. Después le vi temblar de pies a cabeza, y elevando sus manos al cielo cayó de rodillas en el fango, gritando: Nossa Senhora! Nossa Senhora! 

Mientras tanto, la gente continuaba voceando y gritando, pidiendo perdón a Dios por sus pecados… Después corrimos a las capillas de la población, que se llenaron en pocos momentos. 

Durante estos largos minutos del fenómeno solar, todos los objetos a nuestro alrededor reflejaban los diversos colores del arco iris. Al mirarnos unos a otros, el uno parecía azul, el otro amarillo y el de más allá colorado… Todos estos extraños fenómenos aumentaron el terror de la multitud. Transcurridos unos diez minutos, el sol volvió a su sitio del mismo modo que había descendido, aún pálido y sin resplandor…” 

Viven aún en la vecindad muchos testigos. Hablé con ellos el último verano, incluyendo a tío Marto y su Olimpia, María Carreira, dos de las hermanas de Lucía (María de los Ángeles y Gloria) y otros varios de la población campesina, todos los cuales relataron la misma historia con sinceridad evidente, y cuando mencionaban la caída del sol se reflejaba siempre un matiz de terror en sus voces. El Reverendo Padre Manuel Fereira da Silva me dio en esencia los mismos detalles: 

Cuando vi al sol descender en zigzag —dijo—, caí de rodillas. Pensé que había llegado el fin del mundo.” 

El hecho ha sido establecido, sin duda alguna. ¿Cómo puede explicarse? 

Ya en mayo de 1917, Jacinta y Lucía habían dicho a todos que la Señora que habían visto había prometido un milagro para el 13 de octubre al mediodía, como prueba de la sinceridad de los niños. Habían repetido esto varias veces y nunca habían modificado su historia, aun bajo amenazas y persecución que debieron ser aterradoras para tales niños de diez, nueve y siete años. En el mismo día y hora que ellos habían prometido, unas 70.000 personas fueron testigos de la única experiencia de ver al sol dando vueltas sobre sí y cayendo en apariencia. Testimonio tan amplio sirve para confirmar que los niños habían visto, efectivamente, a la Madre de Cristo y de que Él había dado a las almas sencillas en Cova da Iria la señal en el cielo que con reverencia burlona Le habían pedido los fariseos, y que Él había rehusado conceder a sus corazones incrédulos y adultos. 

El administrador de Ourem aún niega que ocurriese nada milagroso. Sospecho que lo hubiese negado aunque lo hubiera visto. O como los fariseos que negaron la resurrección después de haber visto a Cristo morir en la cruz, hubiese inventado alguna explicación racionalista para salvarse de la humillación de creer. Fue destituido de su cargo después del golpe de Estado de Sidonio Paes, unos dos meses después del milagro. Lo último que se supo de él fue que había sido herido por la explosión prematura de una bomba, en Tomar, que estaba confeccionando para arrojarla a ciertos miembros del nuevo Gobierno. 

Por William Thomas Walsh.

Nuestra Señora de Fátima.

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