La palabra de Dios que escucharemos este domingo en la liturgia católica, nos presenta algunas enseñanzas fundamentales sobre la grandeza del matrimonio cristiano. Conforme a las enseñanzas de la Sagrada Escritura, el matrimonio es una institución querida por Dios; forma parte del proyecto que Dios tiene para el ser humano. Hombre y mujer están llamados a complementarse dentro de la vocación matrimonial. Hombre y mujer en el matrimonio, están llamados a constituir una comunión de vida y de amor.
Estas enseñanzas que se derivan de las primeras páginas de la Biblia, se complementan con la enseñanza de Jesús, al elevar el matrimonio, a la dignidad de un sacramento. Con Jesús, el matrimonio se convirtió en el signo sacramental que expresa, la unión total entre el hombre y la mujer, es el símbolo de la unión entre Cristo y su Iglesia.
En el evangelio (Mc 10, 2-16) mientras Jesús está de camino a Jerusalén, unos fariseos lo cuestionan sobre si era lícito el divorcio. Se trata de un asunto previsto por la práctica y la tradición hebrea, una especie de permiso que la ley permitía a los judíos. Jesús aclara que esta concesión no es expresión de la voluntad divina, sino una concesión debida a la dureza del Corazón humano. Ya desde entonces algunos eran reacios para aceptar el designio de Dios sobre el matrimonio.
Jesús ubica a sus interlocutores. La clave para resolver esta cuestión no es la ley de Moisés sino la voluntad divina. La unión del hombre y la mujer es algo querido y bendecido por Dios desde el principio; el matrimonio es parte del proyecto de Dios sobre la persona. La mujer y el hombre tienen la misma dignidad. Ni el marido puede repudiar a la mujer, ni la mujer puede repudiar al marido. La unión matrimonial no se rompe por una decisión unilateral, en caso de un segundo matrimonio, se comete adulterio. El divorcio no entra en el plan de Dios. El matrimonio es indisoluble. Esto significan las palabras que dice Jesús en el evangelio: lo que Dios unió no lo separe el hombre jamás.
De aquí se concluye una enseñanza fundamental. Todo el que se inspira en el proyecto de Dios y quiera fundar una unión conyugal y una familia según el proyecto de Dios, no podrá ver en el divorcio un derecho o una conquista social sino un mal que hay que alejar de la propia vida. Una persona creyente debe inspirarse en el proyecto de Dios; el que se casa y luego se divorcia y se vuelve a casar comete adulterio.
Ciertamente todo depende en el modo de concebir y de vivir el amor conyugal. Si se vive el matrimonio como Dios lo propone o como uno quiere. Si se desea vivir el matrimonio como Dios nos lo enseña en la Sagrada Escritura entonces el matrimonio se asume como una relación que no tiene igualdad, un amor que lleva a los esposos a una unión donde se funden dos personas en una, un amor que compromete totalmente y para siempre.
Ciertamente se necesita educarse en el amor verdadero. Entendido como don de sí mismo a la persona amada y la voluntad firme de hacerla feliz. Un amor por tanto libre de egoísmos, atento y respetuoso de las exigencias del compañero o de la compañera de la propia vida.
Un amor así no se improvisa, supone una educación antes del matrimonio y después una maduración constante. La unión conyugal no se agota con el sí que los esposos se dan el día de la boda, sino sobre un sí que se renueva todos los días. Se trata de construir una comunión de pensamiento, de corazón y de voluntad que debe irse haciendo cada vez más profunda.
Para quien optó por el divorcio, el creyente está llamado a mantener una actitud de respeto, de comprensión y de benevolencia, como la caridad cristiana lo exige. El matrimonio es el proyecto divino que mejor responde a la naturaleza de las parejas, es lo que mejor las realiza, por eso el matrimonio es el fundamento de una familia porque le da solidez y la sostiene.