La mayor indigencia es vivir engañada sin reconocer que mi sed es sed de Dios

Pbro. José Juan Sánchez Jácome
Pbro. José Juan Sánchez Jácome

Dentro de las sorpresas y revelaciones que nos guarda la palabra de Dios, el lenguaje lo sentimos tan directo que no necesitamos voltear a ninguna parte para caer en la cuenta que esas enseñanzas que llegan a nuestra vida, Dios las dice claramente por nosotros y por las situaciones que estamos viviendo. No es una palabra genérica y, aunque llegue a todos los hombres, sentimos con mucha sorpresa que se dice exactamente por nosotros.

Por eso, muchas veces dan ganas de decir a Jesús, como Pedro: “¿Dices esta parábola sólo por nosotros o por todos?” (Lc 12, 41). ¿Señor, te estás refiriendo a mí, a lo que vivo en este momento? ¿Estás hablando así para que nosotros nos sintamos implicados, o hablas de manera general?

Se plantean estas preguntas para dar tiempo al corazón a fin de que caiga en la cuenta de que Jesús dice estas cosas precisamente por nosotros. En este caso concreto no las dice por todos, sino por los que hemos sido bautizados, por nosotros que, como San Pablo, somos conscientes de la gracia que indignamente hemos recibido y ya no queremos apartarnos del Señor.

Dios nos ha concedido tanto. La palabra viene a despertar la conciencia de tantos dones que hemos recibido, porque cuando se necesita algo, cuando pasamos por alguna dificultad, se suele olvidar el punto de partida, los dones que hemos recibido, lo que Dios misericordiosamente nos ha concedido.

El pecado, la aflicción, el sufrimiento y la necesidad afectan la memoria y nos eclipsan de tal manera que se deja de ver lo que sí funciona, lo que sí tenemos, lo que se ha recibido. Nos focalizamos tanto en ese dolor y necesidad, que perdemos de vista esta historia de la gracia.

Por supuesto que Jesús dice estas cosas por nosotros. Los cristianos hemos recibido tantas bendiciones, se nos ha asistido con la gracia en distintos momentos de la vida y se nos ha concedido el don del Espíritu Santo.

Hay palabras que el Señor no las dice por todos porque muchos todavía no lo conocen y no han recibido la gracia, pero nosotros que la hemos recibido a manos llenas tenemos que ser conscientes de todos los recursos, de todas las posibilidades, del hambre de Dios, de todas las capacidades que tenemos para responder a las situaciones que vamos enfrentando en la vida.

Por eso cuando estén pasando por una turbulencia, cuando venga una dificultad a su vida no dejen que esa aflicción, que esa necesidad, que esa ansiedad que se experimenta les haga olvidar esa historia de la gracia. Muchas veces cuando es tan grande un pecado, una necesidad o un apuro, y nos eclipsa al grado de olvidar la gracia recibida, uno se puede quedar solo y comenzar a luchar solo, dejando de percibir a Dios y las capacidades que nos ha concedido a través de su gracia.

Pero cuando recordamos esta historia, cuando nos damos cuenta que siempre hemos sido asistidos, cuando incluso reconocemos que sin merecerlo hemos sido asistidos con la gracia, sin merecerlo hemos recibido gracia sobre gracia, entonces nos sobreponemos y reaccionamos conforme a las capacidades que la gracia ha infundido en nosotros. Si en muchos momentos la gracia ha llegado a nuestra vida sin pedirla y merecerla, reconocemos que en esos momentos de aflicción la gracia se seguirá derramando en nuestros corazones.

Este es uno de los aspectos que suelo remarcar en la dirección espiritual. Cuando en medio de la aflicción se pregunta uno, ¿ahora qué hay que hacer? No se trata de hacer algo nuevo, de practicar algún rito o de proceder de manera innovadora como sucede en las propuestas pseudo espirituales que pululan en nuestros tiempos.

Cuando hay una aflicción y uno pregunta a dónde voy, ahora qué hay que hacer, pues hay que recordar esa historia, creer que no partimos de cero para enfrentar esa dificultad; hay que reconocer que no estamos indefensos para enfrentar esos problemas porque nuestra alma tiende hacia Dios y hemos recibido la gracia que no para de llegar a nuestra vida, aunque no la merezcamos.

Si la gracia ha llegado cuando uno no la merece, imagínense cuando Dios ve nuestra aflicción y nuestra necesidad todo lo que puede hacer por nosotros. Si la hemos recibido cuando no la merecíamos, imagínense cuando pedimos las cosas con fe y cuando reconocemos nuestra necesidad de Dios, todo lo que Él puede hacer por nosotros. Así que no hay que dejar de ver y agradecer conmovidos que la gracia es recibir lo inmerecido y la misericordia es no recibir lo merecido.

De ahí el llamado que hace Jesús a la vigilancia. Hay que vigilar para mantener viva la llama de la fe, para considerar que no partimos de cero, que no estamos completamente indefensos, que la gracia de Dios nos ha socorrido de tal manera que tenemos que hacerla valer en los momentos más difíciles de la vida.

La gracia de Dios nos ha llegado a través de la Iglesia y de María Santísima, que es el depósito de todas las gracias, como dice San Luis María Grignion de Montfort. Debemos, por tanto, agradecer porque la gracia, de manera inmerecida, ha llegado a través de los sacramentos, de la palabra, de la comunidad cristiana, de la oración y de las formas que tenemos para acercarnos a Dios.

No hace falta darle vueltas a la pregunta de Pedro: “¿Dices esta parábola sólo por nosotros o por todos?” Por supuesto que la dice por nosotros, porque hemos sido bendecidos y Dios nos ha enriquecido con esa gracia que no hemos dejado de recibir desde el día de nuestro bautismo.

Nos toca activar la memoria y estar vigilantes para que delante de las situaciones difíciles de la vida no olvidemos que hemos sido asistidos con la gracia divina que nos ayudará a sobreponernos y a dejarnos sorprender por todo aquello que su divina misericordia hace por nosotros.

Para activar la memoria, recomendaba San Charles de Foucauld: “Repasa de vez en cuando la historia de las gracias que Dios te ha dado y cree que todavía te esperan más grandes”. Si Dios ha sido grande y sorprendente con nosotros a lo largo de la vida, no dejará de socorrernos delante de las pruebas que enfrentamos.

Agradezcamos a Dios que derrama sus gracias a manos llenas, no dejemos de confiar en el poder de la gracia y sigamos pidiendo al Señor, conforma a la exhortación de Fray Gil de Asís: «Reza con fidelidad y devoción, porque una gracia que Dios no te ha dado una vez, te la puede dar en otra ocasión. De tu cuenta pon humildemente toda la mente en Dios, y Dios pondrá en ti su gracia, según le plazca».

Sor Verónica Berzosa, a manera de oración, hace una reflexión profunda en la que destaca cómo necesitamos del Señor que está siempre dispuesto por medio de su gracia a satisfacer la sed de Dios que experimentamos:

“Tu gracia me ha hecho descubrir que nos quisiste criaturas. Y las criaturas tienen, por su misma condición, necesidad de Ti, sed de Dios. Y esa sed no es un castigo, sino un regalo tuyo. ¡Esa sed es tu grito encarnado en la criatura!, para que esta sea consciente y jamás olvide que no puede prescindir de Ti. Tú, que nos has regalado la sed, te ofreces como fuente que la sacia. Quisiste al hombre sediento, pero no sin quererte a Ti mismo como inagotable fuente y fidelísima agua que se ofrece indefectiblemente. Señor, ¡no permitas que me domine la tentación de la autosuficiencia, el intento suicida de querer colmar el corazón con mis solas fuerzas al margen de tu designio! Porque la mayor indigencia es vivir engañada sin reconocer que mi sed es sed de Dios”.

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