12 de diciembre: festividad de la Virgen de Guadalupe

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Las maravillas de gracia que recibió en Guadalupe (1531) el indio Juan Diego (1474-1548), muy poco después de la primera evangelización de México, constituyen una de las apariciones de la Virgen más hermosas y ciertas de la historia de la Iglesia. Su historicidad se fundamenta principalmente en la santidad del testigo vidente y oyente, Juan Diego Cuauhtlatoatzin. Beatificado por San Juan Pablo II el 6 de mayo de 1990, fue canonizado como santo por el mismo Papa en la ciudad de México el 31 de julio de 2002. La homilía que predicó en la Misa es preciosa. 

–Fuentes documentales de las apariciones de Guadalupe

Ya Juan Diego beatificado, la Congregación para las Causas de los Santos instituyó en 1998 una Comisión histórica, en orden a su posible canonización. Contó con la colaboración de unos treinta investigadores de diversas nacionalidades. La Comisión pudo fundamentar históricamente la Causa en 35 documentos, 27 de ellos indígenas y 8 de origen indo-español. Destacaremos algunos.

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El Nican Mopohua, texto náhuatl, la lengua azteca, escrito hacia 1545 por Antonio Valeriano (1516-1605), ilustre indio tepaneca, alumno y después profesor y rector del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, Gobernador de Azcapotzalco durante treinta y cinco años. La obra fue pu­blicada en 1649 por Luis Lasso de la Vega, capellán de Guadalupe; y traducida al español por Primo Feliciano Velázquez en 1925.

Antonio Valeriano tenía 11 años en 1531, el año de las apariciones guadalupanas, y 28 en 1548, cuando Juan Diego murió. El documento precioso que compuso es probablemente el primer texto literario ná­huatl, pues antes de la conquista los aztecas tenían sólo unos sig­nos gráficos, como dibujos, en los que conseguían fijar ciertos re­cuerdos históricos, el calendario, la contabilidad, etc. Cada palabra de los 218 versos del Nican Mopohua tiene profundas resonancias no solo cristianas, sino también de la cultura náhuatl.

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El Nican Motecpana, texto también náhuatl, fue escrito hacia 1600 por Fernando de Alba Ixtlilxóchitl (1570-1649), bisnieto del último empe­rador chichimeca, alumno muy notable del Colegio de Santa Cruz, que fue gobernador de Texcoco, escritor y heredero de los papeles y documentos de Valeriano, entre los cuales recibió el Relato de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe. En este precioso texto se nos refieren algunos datos importantes de la vida santa de Juan Diego, así como ciertos milagros obrados por la Virgen en su nuevo templo. También son documentos importantes:

–El Testamento de Juan Diego, manuscrito del XVI, conser­vado en el convento franciscano de Cuautitlán. –El Testamento de Juana Martín, del 11 de marzo de 1559, vecina de Juan Diego, escrito en náhuatl. –El Inin Huey Tlamahuizoltin, texto náhualt, compuesto hacia 1580, quizá por el P. Juan González, intérprete del Obispo Zumárraga: es muy breve, y coincide en los sustan­cial con el Nican Mopohua. –Varios Anales, en náhuatl, del siglo XVI, como los correspondien­tes a Tlaxcala, Chimalpain, Cuetlaxcoapan, México y sus alrededo­res, hacen referencia a los sucesos guadalupanos. –Las Informaciones de 1666, hechas a instancias de Roma, en las que depusieron 20 testigos, 8 de ellos indios ancianos. Entre los testigos se contó a Don Diego Cano Moctezuma, de 61 años, nieto del emperador, alcalde ordinario de la ciudad de México. –En el XVII, hay varias Historias de las Apariciones de Guadalupe, publicadas por el bachiller Don Miguel Sánchez (1648), el bachiller Don Luis de Becerra Tanco (1675), el P. Francisco de Florencia S.J. (1688) y el Pbro. Don Carlos de Sigüenza y Góngora (1688).

A éstas y a otras fuentes escritas ha de añadirse como prueba histórica sobre Juan Diego y las apariciones de la Virgen la tradición oral, fuente decisiva para estudiar a los pueblos de México, cuya cultura era precisamente oral.

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El indio Cuauhtlatóhuac

    En 1474, en la villa de Cuautitlán, señorío de origen chichimeca, próximo a la ciudad de México, nació el indio Cuauhtlatóhuac (el que habla como águila), el futuro San Juan Diego. En ese año, más o menos, fue cuando el poder azteca de México dominó el territorio de los cuautitecas. Cuando tenía 13 años (1487) se produjo la solemnísima inauguración del gran teocali o templo mayor de Tenochtitlán, rei­nando Ahuitzol, en la que se sacrificaron unos 80.000 cautivos. En los años siguientes, las guerras de vasallaje promovidas por el insaciable poder mexicano envolvieron también al señorío aliado de Cuautitlán, y es posible que Cuauhtlatóhuac tuviera que dejar sus labores campesi­nas para participar en las campañas bélicas.

    Cuando tenía éste 29 años (1503), asciende al trono de Tenochtitlán otro joven de su edad, Moctezuma Xocoyotzin, y tam­bién en Cuautitlán comenzó a reinar Aztatzontzin. Estos cambios po­líticos, que implicaron redistribuciones de dominios, despojos y mi­graciones obligadas, afectaron no poco a los cuautitecas.

El cristiano Juan Diego

En el año 1524 o poco después, que fue cuando llegaron los doce apóstoles franciscanos, recibió el bautismo Juan Diego a los 50 años de edad, con su mujer Malintzin, que recibió el nombre de María Lucía. En el Testamento de Juana Martín  (1559) se lee: «He vivido en esta ciudad de Cuautitlán y su barrio de San José Milla, en donde se crió el mancebo don Juan Diego y se fue a casar después a Santa Cruz el Alto, cerca de San Pedro, con la joven doña Malintzin, la que pronto murió, quedándose solo Juan Diego». Y alude a continuación al milagro del Tepeyac, donde en 1531 se le apareció a éste la Virgen.

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Apariciones de la Virgen de Guadalupe (1531)

    Seguidamente, añadiendo sólo algunos encabezamientos y mínimos comentarios [entre corchetes], reprodu­zco el texto primitivo que narra las apariciones de la Santísima Virgen María al indio Juan Diego  (+AV, Juan Diego, el vidente del Tepeyac;  L. López Beltrán, La protohistoria guadalupana).

—El Nican Mopohuade don Antonio Valeriano  (ha. 1545).

–Sábado 9, diciembre 1531

    En el Tepeyac, madrugada.«Diez años después de tomada la ciudad de México [1519-1523], se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive. A la sa­zón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, se­gún se dice, natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas es­piri­tuales, aún todo pertenecía a Tlatilolco [próxima a la ciudad de México].

    «Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyácac, amanecía; y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y pa­recía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepujaba al del coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lin­dos que cantan.

    «Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: ¿por ventura soy digno de lo que oigo? ¿quizás sueño? ¿me levanto de dormir? ¿dónde es­toy? ¿acaso en el paraíso terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿acaso ya en el cielo?  Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto ce­lestial; y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían: Juanito, Juan Dieguito [Iuantzin, Iuan Diegotzin: el náhualt expresa el cariño en diminutivo, como se ve varias veces en el relato]. Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobre­saltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una se­ñora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras pre­ciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, no­pales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro. Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho.

    «Ella le dijo: Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas? El respondió: Señora y Niña mía  [10 veces J.D. la llama así: Cihuapille, Nochpochtzine] , tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y en­señan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor. Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad; le dijo: Sabe y ten enten­dido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la Siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive  [quiere que no la confunda con la Tonantzin, falsa madre de los dioses]; del Creador cabe quien está todo; Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí con­fíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores. Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.

    «Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo.. Luego bajó, para ir a hacer su mandado; y salió a la calzada que viene en línea recta a México».

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José María Iraburu, sacerdote

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